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Videollamadas causan ansiedad y angustia

Agotados e hipervigilados: ¿qué pasa cuando la pantalla se convierte en la única ventana al mundo?

Agencias

viernes, 05 junio 2020 | 11:07

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Apuntes sobre algunas de las tendencias y revelaciones del confinamiento: a Meryl Streep le gusta grabarse bebiendo vino junto a inquietantes estanterías vacías de su casa. Cate Blanchett atesora un ejemplar de Postcapitalismo, del periodista británico Paul Mason, en su salón. Edurne tiene un cuarto dedicado exclusivamente a sus muñecos funkos. Las campañas de moda ya no nos hacen soñar con lugares exóticos, ahora las modelos posan solas y hastiadas en su habitación. España tuvo su épica global rozando los niveles de fama del Ecce Homo gracias al Merlos Place, una doble pillada de desnudo y cuernos en pleno directo casero entre tertulianos de la que se han cachondeado hasta TMZ y Whoopi Goldberg. 

El himno amoroso del confinamiento, Zoom, lo lanzó Mueveloreina  junto a Valverdina («Te miro embobada por esa pantalla/Con esa carita el ‘cora’ me estalla»). 

La cuenta @ratemyskyperoom puso nota a los fondos de cada periodista del telediario y celebridad que ha hecho un directo en esta panlivedemia (la librería de aspecto enciclopédico de Tom Hanks se llevó un 9 sobre 10 y «la casa de Hobbit» de Jimmy Fallon, un 7). 

Estas señales certifican cómo el encierro global derivado de la pandemia del coronavirus ha eliminado, todavía más, las fronteras de lo doméstico y lo público, donde se nos han abierto múltiples mirillas a todo aquello que algunos atesorábamos como privado. 

Nuestras habitaciones propias se han expuesto en clases virtuales, reuniones laborales, directos de Instagram o botellones grupales de sábado noche. 

Una nueva fascinación voyeur derivada, en parte, por el anhelo social de contacto y la simulación que ofrece la interfaz.

Frente a calles desiertas y con la (falsa) sensación de que ya no había nada que mirar por nuestras ventanas físicas, la reacción más sencilla frente al terror del aislamiento y de aquello de poder estar, de una vez por todas, con nosotros mismos fue buscarnos desesperadamente unos a otros en nuestras pantallas. En este episodio de horror vacui digital, algunos salvan lo que queda de su intimidad refugiándose en cromas irónicos de playas idílicas, escondidos bajo filtros faciales o con avatares de realidad virtual. La masa, de forma unánime y acrítica frente a la excepcionalidad, se ha afanado en retransmitir su existencia con consecuencias directas sobre sus cuerpos y donde, una vez más, la hipervigilancia de las grandes corporaciones tecnológicas afianza su supremacía económica. Bienvenidos a la era zoomificada.

Ansiedad de ʻmomentums’

«Las conductas e ideas de la gente dependen tanto de las pantallas y las interfaces como de los intercambios y afectos que se producen en la familia, el trabajo o en el espacio público», contaba Ingrid Guardiola en su profético El ojo y la navaja: un ensayo sobre el mundo como interfaz (Arcadia, 2019). Allí, la investigadora apuntaba a que el tiempo que vivimos a través de las pantallas, lejos de ser cronológico, es «cronoscópico». 

La urgencia de actualizar y refrescar nuestras notificaciones nos ha llevado a sincronizarnos existencialmente y a encajarnos productivamente con nuestros timelines. 

Si esa lógica de momentums (la unidad mínima en el tiempo cronoscópico) había transformado nuestra experiencia antes del coronavirus, ¿cómo nos afecta cuando la sociedad intercambia abruptamente la oficina por encuentros virtuales vía Teams, la visita a los abuelos por charlas diarias por Facetime y las clases de Hiit en directos de Instagram? Básicamente, hemos multiplicado, todavía más, nuestro estrés, ansiedad y desajuste vital.  

Y todo sin salir de casa.

«Existe una razón por la que Zoom te hace sentir raro e incompleto», desveló la escritora Kate Murphy en Por qué Zoom es terrible en The New York Times. Las imágenes de vídeo están codificadas, parcheadas y sintetizadas. Todos esos pequeños delays, caras congeladas y audios desincronizados también nos afectan. «Estas interrupciones, algunas por debajo de nuestra conciencia, confunden la percepción y desencajan sutiles señales sociales. Nuestros cerebros se esfuerzan por llenar los vacíos y dar sentido al trastorno, lo que nos hace sentir vagamente perturbados, inquietos y cansados sin saber por qué». Sumen a ese efecto la «ansiedad por Zoom» que ha acuñado la profesora, Suzanne Degges-White. Cuando la comunicación presencial se pierde, conectarnos a una videollamada nos induce a una performance agotadora en la que, como indica la catedrática, forzamos un papel que no haríamos en la vida real: «Debemos ser ingeniosos, entretenidos, compasivos o atractivos cuando todo lo que nos representa es un simple primer plano».

Controlados

«Me produjo muchísima paranoia. Fue una invasión total de mi intimidad». En la fase más estricta del confinamiento, una amiga detectó en una videollamada cómo alguien se «hacía» con su ordenador. La sacó de la conversación, cerró la app de Zoom y controló el ratón de su portátil desplegando sus carpetas. 

No había sido la única. El Instituto Nacional de Ciberseguridad de España (Incibe) advirtió de una vulnerabilidad que podría permitir a los ciberdelincuentes robar información. 

Zoom alcanzó los 200 millones de usuarios al día en marzo. Junto a House Party, ha sido lo más descargado en la App Store desde el estado de alarma. Y no solo hay fallos. Hasta que se denunció, Zoom compartía datos con Facebook sin permiso.

El escritor Paul B. Preciado vaticina tiempos de «tecnototalitarismo». 

Frente a esta era, la K-anonimidad es una  técnica que la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD) recomienda para la implementación de garantías para preservar la privacidad y el derecho a la protección de datos. Mientras tanto, las empresas de más capital (Facebook, Google, Amazon, Microsoft y Apple) tienen cada vez más capacidad para infiltrarse y enriquecerse con nuestra vida. Saben qué decimos, cómo vestimos y qué leemos. Casi nadie, aislado y en plena pandemia global, incluye esto en su lista de agravios prioritarios. Siempre, por trabajo o por afecto, habrá que hacer una videollamada más.

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