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Opinión

Muerto en Juárez, de frente al sol

Muy a lo lejos alcancé a ver un grupo de cuatro o cinco personas de espaldas que parecían ver algo en el suelo como si el tiempo se hubiese detenido

Carlos Murillo / Analista

domingo, 28 abril 2024 | 06:00

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Muy a lo lejos alcancé a ver un grupo de cuatro o cinco personas de espaldas que parecían ver algo en el suelo como si el tiempo se hubiese detenido. Estaban pasmados. La avenida Rafael Pérez Serna completamente sola a las nueve de la mañana parecía la premonición de un milagro, pero, al contrario, era el presagio de una tragedia. 

La luz del día, a veces, es el señuelo que nos engaña, probablemente es una cuestión de marketing, yo diría que la noche tiene un mal publicista, asociamos la penumbra a lo desconocido y solemos temerle por instinto. En la oscuridad parece que es el momento ideal para que ocurra algo malo, pero quizá sea solo mala fama. 

A plena luz, cuando todos están despiertos, al iniciar el día, también la muerte se aparece. Mi padre murió a las 7:07 de la mañana, era un lindo día. Un enfermero, que más bien parecía sepulturero, me dijo “ya se acerca el final, váyase despidiendo”, luego una máquina del hospital comenzó a pillar sin cesar, era la señal de que había perdido la última batalla, tenía 69 años el viejo. Unos minutos después, salí caminando del hospital del ISSSTE con una mochila de malos recuerdos, escuchaba los ruidos de aquel lugar por donde cientos de veces caminé cuando estudiaba la Secundaria en la Estatal 16, parecía un mañana normal, el sol sonreía por la fatalidad, pero yo solo veía las sombras de los árboles.

El tiempo y el lugar del fin, ¿quién quiere saber dónde y cómo terminará su vida? Nadie. Pero puede ser en cualquier instante y en el momento menos pensado. Así es el juego, impredecible. La vida es un conjunto finito de chispazos, de lo que debemos estar seguros es que irremediablemente un día se acabarán.

Ese último segundo, esa chispa final, puede durar para toda la vida cuando queda en la memoria. Recuerdo aquella escena fantástica de la película “El Ciudadano Kane”, cuando un hombre intentaba recordar si el fallecido magnate Charles Foster Kane le habría confiado qué significa “Rosebud” -la última palabra que mencionó antes de morir-, entonces, el entrevistado explica que, en una ocasión, cuando era muy joven subió a un tranvía y vio a una hermosa joven, fue apenas una mirada, pero jamás la olvidó, dijo que por más de 60 años la recuerda con cierta frecuencia y nunca más la volvió a ver, pero la memoria es sajurina, selecciona solo algunas estampas.

Esos momentos son los que se quedan grabados por siempre, puede ser un detalle de la niñez, une pasaje de la adolescencia o algún momento al azar y ahí se queda como una huella genuina, como el fresco de un artista llamado destino, irrepetible.

Bajé la velocidad. Subiendo en el puente había un auto gris de modelo reciente detenido, vi en cámara lenta como se abrió la puerta del conductor y bajó un joven de unos veinte y tantos, apenas se puso en pie y corrió hacía el camellón donde estaban aquellos hombres rodeando un cuerpo que yacía en la arena, su cara era de un terror inmenso que pronto se convertiría en dolor por la sorpresiva partida de un desconocido.

Era el final de una epopeya, el joven corría a ver por sí mismo la insoslayable calamidad que marcará sus días en este tren de la vida, como el boleto que es perforado por la desventura. 

En alguna ocasión escuché a un psicólogo que intentaba explicar por qué nos sentimos atraídos por las escenas de muerte, solemos asomarnos a ver quién murió y algo en el fondo nos obliga a preguntarnos cómo murió, es algo muy humano, la atracción por la incógnita de la muerte que funciona como un resorte y, al mismo tiempo, es irónico, pero las personas no sienten tanta fascinación por los vivos, porque pocas veces nos importa cómo vive una persona, es más atractivo saber cómo murió.

Aquel psicólogo tenía una hipótesis, el ser humano se acerca a verificar que no es quien murió, quizá por eso los vivos suelen ir a enfrentarse con la muerte en el ataúd en las funerarias, se acercan a ver que no son ellos quienes se desprendieron de la materia, tiene cierta lógica, la intriga de poderse ver en el rostro de la muerte es como pararse frente al espejo y saber que eso que está ahí no es real, pero con la certidumbre de que algún día lo será.

El mundo se transforma en un segundo. Nunca me detuve, pero al bajar la velocidad pude ver a un hombre inmóvil, seguramente ya sin vida o en sus últimos momentos, por las señales seguramente era un trabajador, de esos que limpian los camellones. Si hubiera pasado unos segundos antes, quizá sería yo en vez de aquel joven que provocó la tragedia y, si hubiera estado en otro lugar, quizá habría sido otro de los trabajadores y no el que hoy está tirado.

Solemos decir que este tipo de muertes es accidental, pero en realidad la vida es accidental, ¿qué provocó que esta serie de acontecimientos pasarán así? Jamás lo sabremos, lo único cierto es que ese trabajador, que ahora está muerto, tuvo que estar en una situación paupérrima para terminar limpiando calles, exponiendo su vida por un salario miserable, nacer en la pobreza, casi siempre en México, es una condena a morir en la pobreza.

En las siguientes horas busqué la noticia en los medios de comunicación y no aparecía nada, tenía la esperanza de que hubiera sobrevivido, pero a las 11:30 vi la noticia que El Diario tituló “Era empleado municipal hombre arrollado en la Pérez Serna”, su nombre era Isidro Alamillo Graciano de 69 años de edad. La noticia no puede ser más desgarradora, pero pasó casi desapercibida, como la vida misma. Ahí quedó don Isidro, muerto en Juárez, de frente al sol.

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