Estado

Se traslada la violencia étnica

Este fenómeno contra las mujeres de pueblos originarios se ha mudado junto con ellas a los núcleos urbanos

César Lozano/ El Diario
domingo, 11 julio 2021 | 17:18

Gabriel Ávila/ El Diario

Chihuahua.- Tres mujeres indígenas fueron víctimas de crímenes atroces en el lapso de un mes en la ciudad de Chihuahua y, la violencia contra las mujeres de pueblos originarios, normalizada por desgracia en la sierra y otras regiones rurales, parece trasladarse a los núcleos urbanos más importantes, entre ellos la capital del estado, donde la población rarámuri no vive en mejores condiciones. En el municipio de Chihuahua existen 25 asentamientos indígenas, 22 de ellos rarámuri, uno otomí y el par restantes pertenecientes al pueblo mazahua, pero en el caso del pueblo originario del estado las condiciones de vivienda y calidad del espacio comunitario resalta por sus carencias, deterioro y peligrosidad. Tres mujeres El primer asesinato corresponde a María del Pilar Espino, originaria de la comunidad de Gomisachi, municipio de Guachochi, cuyo cuerpo fue encontrado sin vida el pasado 3 de junio en la zona de Los Llanos, al sur de la ciudad, con múltiples lesiones, una herida punzocortante en el cuello y un balazo en la cabeza. Sus amigos y familiares le recuerdan como una mujer seria y trabajadora que además participó en marchas y eventos feministas. El segundo caso se registró afuera del Santuario de Guadalupe la noche del 2 de julio, cuando Nancy C.R., de 34 años, regresaba a casa después de su jornada de trabajo y nunca imaginaría que su expareja sentimental le acechaba para asesinarla motivado por el despecho de una previa separación, en la lógica de ‘eres mía de nadie’. El agresor le propinó varias heridas con arma blanca en diversas partes del cuerpo, entre ellas el cuello. El domingo 4 de julio, Sandra Verónica C.R., fue asesinada de un balazo en la cabeza por su pareja sentimental, con quien había tenido una discusión previa. El ataque ocurrió al interior de su domicilio de la colonia Vistas de Cerro Grande y sus hijos pasaron 12 horas al interior del hogar con el cadáver de su madre.

Familia indígena, víctimas del rezago cultural

La violencia cultural enquistada por desgracia en la comunidad rarámuri, se origina desde el poder que el varón ejerce sobre los miembros de su entorno inmediato, poder que por desgracia, muchas veces deriva en agresiones e incluso asesinatos que por el constante fenómeno migratorio se terminan perpetrando en las zonas urbanas. El antropólogo Julio Pérez Cárdenas resalta la división marcada por roles que hasta la fecha perdura en la comunidad rarámuri, condición que se pierde en gran medida cuando las mujeres, sobre todo las más jóvenes, emigran a las ciudades en busca de trabajo y oportunidades que por lo regular no existen en sus lugares de origen. “Masculinidad excesiva anclada por años en las sociedades indígenas, en las ciudades no es la excepción, finalmente las condiciones de pobreza o de marginalidad a las que se someten las comunidades indígenas en este proceso de migración, de cambio de patrones y asentamientos, te lleva a exacerbar ese machismo, ese rol de género dadas las condiciones de frustración que genera la pobreza y la misma marginalidad. Son varios factores que sostienen ese rigor masculino para con las mujeres indígenas”, indicó el antropólogo. Explicó que dentro de la ciencia social antropológica hay dos formas de identificar al ser humano desde la perspectiva indígena y no indígena; la población mestiza corresponde a la ‘gente de razón’ que define sus roles sociales a través de una flexibilidad que cambia con el tiempo, mientras los indígenas, clasificados como ‘gente de costumbre’, se apegan en la mayoría de los casos a un criterio y carácter lo más ancestral posible. “El hombre indígena, el macho, el padre de familia, el trabajador, el hombre que carece de estudios, que tiene un bajo poder adquisitivo; que cultural y comunitariamente, se encuentra sometido a el chabochi estudiado, provechoso, con este don de la palabra o este don de envolver con la palabra, refrenda esa masculinidad a través de esa masculinidad y machismo exacerbado. Algo así como ‘es lo único que me queda en donde yo puedo ejercer poder, que es mi mujer, mi familia y mis hijos’ porque no tengo dinero, no tengo una casa propia, no tengo estudios, estoy condenado a un trabajo de peón, jornalero, empleado y a sobrevivir de lo poco que me toque. La única manera de como hombre empoderarme es evidentemente ejercer el dominio sobre la mujer”. La Fiscal Especial de la Mujer, Wendy Chávez, coincide con la visión del antropólogo, y concentró su análisis en el riesgo que genera al interior de la comunidad la independencia económica y el cambio al interior de la estructura social de las mujeres indígenas en los núcleos urbanos, donde la comunidad flexibiliza los usos y costumbres. Motivados por la investigación de casos específicos, la dependencia que encabeza ha realizado intervenciones en asentamientos, a través de los cuales han concluido de la necesidad de brindar atención oportuna a las víctimas en refugios temporales, donde se inicia el acompañamiento psicosocial con el fin de incidir de manera positiva en todo el entorno. Dado que la naturaleza de las actividades económicas en la sierra y en la ciudad suelen ser distintas, dijo que se debe poner atención en la metamorfosis psicológica que se gesta a partir de que la mujer indígena descubre nuevas posibilidades para reafirmar su valor social, su autoestima y su empoderamiento como mujer, que en las regiones rurales se promueve con la producción de artesanía que les permite obtener un sustento, más allá de la crianza de los hijos y las actividades en el hogar.

COEPI y las promesas del corazón

Bajo el rimbombante nombre Programa Sectorial para los Pueblos Indígenas 2017 – 2021, la Comisión Estatal para los Pueblos Indígenas, COEPI, planteaba un plan de trabajo cuyo principal objetivo sería “promover el tránsito de las políticas asistencialistas hacia una política donde las y los beneficiarios son considerados como sujetos de derechos y autogestores de las soluciones a sus problemas y necesidades”, sin embargo, durante la gestión de Javier Corral y durante el tiempo que María Teresa Guerrero ha ocupado la institución, no han cambios sustanciales y, al final, todo se redujo al infructuoso asistencialismo. Hacinamiento, drogadicción, violencia, pobreza y atraso educativo forman parte del común denominador de los asentamientos indígenas en la ciudad; basta visitar algunos de estas concentraciones de población indígena para descubrir esa realidad que se queda muy corta en la descripción. En el icónico Oasis, ubicado en el límite de las colonias Martín López y Alfredo Chávez, la drogadicción de las nuevas generaciones es el mayor problema que enfrenta la comunidad, de acuerdo con la gobernadora Alejandra Marcial, quien comentó que han gestionado pláticas. En los puntos de reunión aledaños al asentamiento se pueden encontrar envases con solventes, el llamado ‘chemo’, principal droga que por económica, es recurrente en niños y jóvenes del asentamiento, que en promedio alberga a dos familias por casa. En El Pájaro Azul la realidad no es distinta, de acuerdo con la tercera gobernadora del asentamiento, Hilda González, en una casa de dos cuartos llegan a vivir hasta dos familias, es decir, que en 48 casas se alojan hasta 576 personas, con todos los problemas que la falta de privacidad provoca, sobre todo en niños y adolescentes. González confirmó que en Pájaro Azul el alcoholismo y la drogadicción son los principales lastres que la comunidad enfrenta, además de la falta de trabajo y oportunidades, situación que no cambió durante el gobierno de Corral, con todo y sus ambiciosos planes y anuncios que nunca se materializaron, y se anclaron en el asistencialismo que lejos se encuentra de brindar soluciones reales. Luis Mina Bustillos, primer gobernador del asentamiento Tarahumara, al norte de la ciudad, indicó que también el principal problema de su comunidad es la drogadicción y la falta de seguridad en el sector, problema que nunca se han preocupado de atender las autoridades. Sucio, deteriorado y rebasado por mucho en su capacidad, viven los habitantes del asentamiento Pino Alto, de la colonia Dale, edificio estilo vecindad de 22 habitaciones que alberga a más de 40 familias, y que se encuentra en un litigio y cuyo gobernador ni siquiera vive ahí. La realidad en los núcleos indígenas urbanos de Chihuahua es crítica, agresiva y alarmante, no existe una estrategia efectiva para revertir los lastres que los aquejan y por lo tanto, sus generaciones parecen destinadas a la relegación social, más allá de las buenas intenciones y los anuncios rimbombantes de un gobierno nutrido de personalidades de la sociedad civil organizada, quienes se quedaron lejos de materializar las políticas públicas tan románticas en el discurso y tan complicadas en su real implementación.