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El Paso

El insoportable eco del duelo en Uvalde

La ciudad texana vive dolor colectivo tras masacre del 24 de mayo

Rick Rojas/Édgar Sandoval/The New York Times

domingo, 07 agosto 2022 | 06:00

The New York Times | Han sufrido un maratón de tristeza

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Uvalde, Texas— En un cementerio en las afueras de Uvalde, se había cavado un grupo de tumbas recientes en la tierra rocosa y reseca. Los muertos reclamaban terreno nuevo: no se había puesto césped. Ningún árbol había echado raíces para protegerse del implacable sol del Sur de Texas.

Uvalde había resistido pérdidas, pero nunca algo así. La comunidad había cruzado a terreno desconocido, ya que la masacre en la Escuela Primaria Robb creó un maratón de duelo que comenzó con vigilias en las horas posteriores al ataque del 24 de mayo y continuó durante semanas hasta que las últimas víctimas fueron sepultadas.

El 3 de junio, Javier y Gloria Cázares enterraron a su hija Jacklyn en una de las tumbas. El 8 de junio regresaron al entierro de su sobrina, Annabell Rodríguez. 

Unos días después, un domingo por la noche, volvieron con la hermana mayor de Jacklyn, Jazmín. Acababan de asistir al funeral de otro compañero de clase que fue asesinado. De camino a casa, se detuvieron para recoger los globos que habían preparado para el décimo cumpleaños que Jacklyn se suponía iba a celebrar el 10 de junio.

“Perdimos una hija”, dijo Gloria Cázares. “Perdimos a todos sus amigos. Nuestros amigos perdieron hijos”.

“Es demasiado”.

Parte de la crueldad de lo que Uvalde soportó radicaba en la repetición: un funeral tras otro, días con uno por la mañana, otro por la tarde y luego una visitación después de eso, hasta el verano. El pastor dando una variación del mismo sermón, suplicando a una comunidad angustiada que no permita que su ira fermente en malicia. Las colecciones de 21 cruces, una por cada uno de los 19 estudiantes y dos profesoras asesinados, brotaron por todo el pueblo.

Fue un insoportable eco.

Pronto, al igual que en Newtown, Massachusetts; Parkland, Florida; y Sutherland Springs, Texas, otros lugares indeleblemente asociados con tiroteos, el camino se dividirá en innumerables senderos, divergiendo a medida que las personas luchan con diversos grados de trauma y angustia, enfrentan sus propias luchas y avanzan a su propio ritmo.

Pero por ahora, Uvalde está atado por su dolor colectivo.

‘Preguntas sin respuestas’

Uvalde es una pequeña comunidad de unas 16 mil personas, situada en el territorio abierto y cubierto de matorrales entre San Antonio y la frontera con México.

El tiroteo la ha hecho sentir aún más pequeña.

De alguna manera, eso ha sido tranquilizador, un testimonio de la cohesión de la comunidad.

Pero también ha sido constrictivo. Inmediatamente después del trágico evento, una avalancha de forasteros invadió la ciudad: funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, reporteros y camarógrafos, políticos, evangelistas, Meghan Markle, pandillas de motociclistas, personas que vinieron a ayudar y otros que condujeron lentamente por la ciudad, atraídos por espeluznante curiosidad, todo creando una sensación de que Uvalde estaba lleno más allá de su capacidad.

Las multitudes se han retirado en gran medida y los montañosos monumentos se han consolidado. El vacío se ha llenado con una creciente indignación, inflamada por revelaciones sobre errores de cálculo aparentemente catastróficos por parte de los agentes del orden público que respondieron al tiroteo.

Y durante meses, la comunidad ha estado lidiando con cuánto se ha perdido.

“Mientras lidiamos con lo que ha sucedido, tenemos muchas preguntas sin respuestas”, dijo el reverendo Emmanuel Pacheco, pastor de la iglesia Time of Life en la cercana Brackettville, a los dolientes el 7 de junio.

“Está bien tener preguntas”, dijo. “Y está bien preguntarle a Dios por qué. Dios no se ofende con nuestras preguntas”.

Hablaba en un velorio antes del funeral de Xavier López, de 10 años. El niño yacía en un ataúd azul abierto con un sombrero tejano encima y girasoles alrededor. XJ, como lo llamaban su familia y amigos, amaba bailar música tejana y jugar beisbol.

Los niños estaban en una edad en la que sus familias podían ver las personas en las que se estaban convirtiendo: sus talentos, sus personalidades tomando forma. Maite Rodríguez quería convertir su pasión por los delfines en una vida como bióloga marina. Jacklyn Cázares –Jackie, como la llamaba su familia– hablaba sin cesar de que algún día visitaría París; un modelo de la Torre Eiffel estaba colocado en la cómoda de su dormitorio.

‘Simplemente me golpeó por todas partes’

Jazmín Cázares recientemente le envió un mensaje de texto a su hermana, Jackie: “No olvides levantarte temprano. Tenemos academia de verano mañana”.

Su cerebro se había deslizado hacia un universo alternativo donde, a la mañana siguiente, estarían comenzando el programa de bellas artes que representa una obra de teatro cada verano. El año pasado, fue “El mago de Oz”. (Jackie interpretó a un munchkin y un mono volador; Jazmín hizo tecnología). Este año, se suponía que sería “La Bella y la Bestia”.

La realidad llegó derrumbando todo.

“Fue como si me golpeara de nuevo”, dijo Jazmín.

Jazmín, una estudiante de último año de secundaria, era siete años mayor que Jackie, pero eran cercanas. Tenían sus peleas entre hermanas, seguro. “Me molestó tanto cómo ella me copiaría”, dijo Jazmín. Jazmín quería ser veterinaria, entonces Jackie quería ser veterinaria. Jazmín cantó y actuó, así que Jackie comenzó a cantar y actuar”.

Entré a su closet el otro día y vi tres camisas mías que no recuerdo haberle dado”, dijo.

Eso no significaba que Jackie no fuera su propia persona. Su madre dijo que pensó que su apodo debería escribirse Jacky, pero Jackie decidió lo contrario. Cuando se encontraba con mendigos, empujaba a sus padres para que les dieran dinero o les compraran comida.

En los días posteriores al funeral de Jackie, la casa de los Cázares bullía durante el día. Los primos iban y venían. Ringo, Lily, Chiquita y Roxy, los perros de la familia, exigieron atención.

Pero por la noche, la ausencia de Jackie era ineludible.

“Todos se han ido”, dijo su madre, “y sólo quedamos nosotros”.

La ira genera activistas

En los días y semanas posteriores a la masacre, la historia de lo que realmente sucedió siguió cambiando. La temperatura siguió subiendo.

La narrativa oficial inicial de una respuesta rápida y heroica por parte de las fuerzas del orden se desintegró rápidamente. Dentro de 48 horas, la comunidad se enteró de que los oficiales se habían tardado –unos 78 minutos– en confrontar al pistolero.

Las reuniones públicas se volvieron cada vez más acaloradas a medida que la comunidad exigía responsabilidad. Los Cázares participaron en una manifestación en Austin, Texas, en junio pidiendo leyes de armas más estrictas, cargando carteles y hablando a la multitud sobre Jackie.

“Somos dueños de armas”, dijo Javier Cázares. “No queremos quitar las armas, y especialmente en Texas, es Texas. Pero algo tiene que cambiar”.

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