Opinión

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Sin otra opción que la ley del más fuerte

Hay sentimientos encontrados al observar a un muchacho estudiante recoger la Bandera Nacional destrozada y reducida por el fuego sobre el acceso principal a la UNAM

LA COLUMNA
de El Diario

domingo, 17 noviembre 2019 | 06:00

Hay sentimientos encontrados al observar a un muchacho estudiante recoger la Bandera Nacional destrozada y reducida por el fuego sobre el acceso principal a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

Con independencia del mensaje gravísimo de ver cómo se mancilla el principal símbolo patrio, es un hecho que no puede ser considerado aislado del fúnebre contexto nacional. 

Se percibe una ausencia del Estado de Derecho. En el corazón mismo de los poderes de la unión, durante más de una hora, la universidad fue vandalizada impunemente. Cortados los hilos de acero en el asta bandera, irracionalmente libros quemados de una biblioteca. Animalismo total.

En tiempo real, desde Palacio Nacional y desde la misma oficina donde despacha la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, fue posible observar, a través de redes sociales y medios de comunicación en general, cómo una horda de personas violentas implantó su ley.

Durante todo ese tiempo de fuego y agresión nadie intervino. Ni los guardias de la UNAM ni los granaderos, nadie. Con impotencia sólo fue observada la destrucción.

La ausencia de la autoridad en todos los niveles es palpable. Propicia acontecimientos terribles e inexplicables como el culiacanazo, el homicidio de los LeBaron y hoy un ataque directo a instituciones que son pilar del Estado mexicano.

El mensaje tácito es que cada quien se defienda de acuerdo con sus condiciones y circunstancias, un salvoconducto indudable para que las confrontaciones políticas se exacerben, condición indeseable e inaceptable.

Abrir la puerta a la ley del más fuerte no parece ser la solución adecuada para lograr un equilibrio, en busca de una solución tipo Big Bang, esperando que del caos surja el orden.

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Fue una tarde de horror, sin sentido, que distorsionó la legítima protesta en contra del acoso sexual que encabezaron diversos colectivos con denuncias dirigidas a personal de la máxima casa de estudios en el país. Exigían justicia, alto a la impunidad.

Su manifestación fue pacífica pero enérgica. Hubo señalamientos fuertes de indolencia y protección a los presuntos responsables. De procedimientos que no inician y aquéllos que jamás terminan.

Pero después, a sólo unos minutos de distancia, aparecieron los anarquistas. Era ésa la verdadera manifestación.

Marcharon sobre avenida Universidad, con sus rostros embozados, destruyendo todo a su paso. Los negocios debieron cerrar y aun así fueron vandalizados, sus vidrios rotos y las paredes objeto de pintas.

Golpearon a toda aquella persona que no traía el rostro cubierto, especialmente periodistas, contra quienes descargaron toda su ira. Algunos comunicadores fueron pateados en el suelo, sus cámaras destruidas. No faltó quien respondió a la agresión, al sentirse acorralado, vulnerable.

Los anarquistas cruzaron la plancha principal frente a la torre de rectoría, donde rociaron combustible y le prendieron fuego. Eran decenas de personas, más de 200. 

Su actitud agresiva los llevó a un lado donde se encuentra la librería “Henrique González Casanova”. Rompieron cristales y puertas y se introdujeron para extraer cientos de libros.

Con ellos volvieron a prender fuego; otras docenas quedaron esparcidas frente a la librería. Muchos fueron rotos. Todo fue caos. Ánimo de destruir.

No se les escapó el mural gigante sobre la pared exterior de la biblioteca. La obra del pintor Juan O'Gorman también fue objeto de sus apetitos brutales. Daño irreparable.

A lo lejos vieron la bandera monumental. En principio sólo hicieron pintas sobre la base. “Los pobres no tienen bandera”; “Muerte al nacionalismo”, pero luego cortaron la banda de izamiento, y el lábaro patrio cayó, para ser inmediatamente partido a la mitad con sus propias manos.

Como si fuera botín de guerra, lo alzaron colocándolo a la entrada de rectoría. El fuego consumió parcialmente al símbolo patrio, que fue de nuevo arrancado, tirado al suelo, y víctima de un nuevo intento por encenderlo.

Al final la imagen del joven estudiante que recogió lo que quedó de Bandera Nacional, después de haber sido mancillada. Luego, la cadena humana de decenas de estudiantes, personal de la UNAM y ciudadanos, para devolver los libros, al menos los que se pudieron rescatar. Solidaridad resignada. Impotencia plena.

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La sensación de vacío de poder que transmitieron las imágenes en video y fotos del vandalismo ocurrido en la Universidad Nacional Autónoma de México, es el mismo sentimiento provocado por la detención y liberación de Ovidio Guzmán.

Es también muy cercano –y guardada toda la proporción por el gran dolor que provocó– al sentimiento de indignación al observar las camionetas reducidas a cenizas, donde murieron madres e hijos LeBaron hace apenas unas semanas en la zona limítrofe Chihuahua-Sonora.

En todos estos acontecimientos la autoridad ha estado alejada de los ciudadanos. Los ha dejado solos ante la iniquidad de los grupos violentos. Gobierno federal y Gobierno chihuahuense, similares.

En Culiacán los ciudadanos fueron abandonados durante horas al asedio criminal en las calles, sus autos incendiados, secuestrados por el crimen organizado. Las clases suspendidas, el aeropuerto paralizado. La ciudad fue sometida con una facilidad pasmosa.

En una brecha entre Sonora y Chihuahua, en una región sin ley, tres familias fueron masacradas. Niños inocentes murieron y los que sobrevivieron quedaron expuestos por más de 12 horas, sin auxilio alguno.

El Gobierno de Javier Corral no previno la masacre ni actuó a tiempo, con la celeridad y oportunidad del caso, pese a que tenía conocimiento de las amenazas y la permanente violencia en aquella zona.

En la UNAM la marcha pacífica estaba anunciada días atrás. Era lógico que se presentaran los delincuentes-anarquistas, como lo han hecho otras ocasiones, supuestamente infiltrando estas manifestaciones.

Pero la autoridad no asumió ninguna acción, más que dejar en el abandono, a su suerte, las instalaciones universitarias y su personal. Y más que ello, permitir que el símbolo caiga. La UNAM, la Bandera Nacional, el extraordinario mural y todo lo que ello significa. Otras líneas para la historia negra del país.

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El radicalismo tolerado, incluso con cierta complacencia, desde las instancias de gobierno, ahora es de izquierda. Pero hay otro sector enfrente que puede despertar ante el hartazgo de los acontecimientos.

Vimos a Gustavo Madero, “El Batito”, tratando de impedir la toma de protesta de Rosario Piedra como presidenta de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), envuelto en una situación violenta en plena tribuna del Senado de la República y a los ojos de todos los mexicanos. Muchos a favor, muchos en contra.

El de la UNAM es el enésimo hecho violento que sufren las instituciones y las personas. El ataque al lábaro patrio es de una inusitada trascendencia. Es inédito, y por ello, el mensaje que envía es muy delicado.

Fue minimizado el general Carlos Gaytán y sus observaciones por la actuación reciente del Ejército en la 4T, pero ahí esté también el otro general, Sergio Aponte Polito, en el mismo sentido. Enojo y frustración en las Fuerzas Armadas. Ahora la Bandera reducida casi a cenizas, la misma a la que todos los días en los cuarteles militares, los lunes en las escuelas de educación básica, le son rendidos honores. 

Se está construyendo, en todos estos hechos, una sensación de indefensión, de falta de Estado mexicano, de ausencia de orden. Y eso no puede ser pasado por alto.

Es propicio para la confrontación política y la confrontación social. Sería iluso no pensar que así como actúa hoy un radicalismo ideológico, mañana no hará lo propio el contrario.

Los gobernadores ausentes, cómodamente alejados, dejando que el problema crezca, como ocurre en Chihuahua, con Javier Corral entretenido en sus centenares de viajes aéreos, juegos de golf y trotes, alzando la mano para pedir dinero y pidiendo prestado, con la entidad incendiada por la inseguridad. Lleva más de tres años de gobierno y sigue echando la culpa de todo a su antecesor, César Duarte; al expresidente, Enrique Peña Nieto, y ahora a Andrés Manuel López Obrador.

Y por si faltara algo para terminar de polarizar a la sociedad mexicana, la cereza en el pastel, la llegada de Evo Morales, en un activismo político para recuperar la Presidencia boliviana, que abre un nuevo frente en el ámbito internacional. De locura el panorama nacional.

Un envenenado coctel de riesgo fatal... más fatal todavía.

Notas de Interés

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