Opinion El Paso

La única salida es pasar por esto

No nos damos por vencidos. Todos estamos conectados, y también con las generaciones pasadas y futuras. Aquí no hay extraños

Roger Cohen / The New York Times

martes, 07 abril 2020 | 06:00

Nueva York— Mi hermana, quien vive en Londres, ha pasado este tiempo de encierro viendo viejas diapositivas de mi padre, que descubrió el año pasado. De vez en cuando, me manda una fotografía granulosa o enmohecida: un mensaje en una botella desde el otro lado del océano. La pandemia ha dado lugar a un momento universal de reflexión. El pasado, más presente, es el nuevo campo de exploración ante la ausencia de movimiento.

Ahí estamos, mi hermana y yo, todavía en el capullo de la inocencia, felices, curiosos, principalmente con mi madre, algunas veces con mi padre, con mis abuelos. Todos en la fotografía, a excepción de nosotros, ahora están muertos. Mis padres, esos tíos y tías de Sudáfrica; ese mundo ya no existe.

Los muertos se sienten mucho más cercanos ahora, junto con todas esas cosas que vivieron: la Depresión, la guerra, el confinamiento. Los barcos andan a la deriva en todo el mundo con gente a la que nadie quiere, como los refugiados judíos a bordo del trasatlántico alemán MS St. Louis, en su travesía de los condenados durante la Segunda Guerra Mundial.

El virus nos enseña algo olvidado: lo que es ser barrido por el vendaval de la historia, lo que se siente que cada una de las cosas que damos por hecho se venga abajo, lo valiosa que es cada respiración consciente.

Se dice que la cámara nunca miente. Pero detrás de esas sonrisas en las filminas de mi padre yace una tragedia familiar. Cuando investigué la historia de mis padres en Lituania y vi fotografías de la vida judía que se extinguiría, recuerdo que pensé: “Usted, señor, está condenado, y usted en el carro, y usted con una mano en la cruz de su caballo”. Roland Barthes observó que en cada fotografía vieja acecha la catástrofe.

Sin embargo, siento más conexión que catástrofe. Con mi familia, con todos los que están ahí viendo hacia atrás y hacia adentro, tamizando los recuerdos, ajustando las prioridades. Menos es más. Reviviendo las viejas recetas, reabriendo los bolsos olvidados que evocan el apartamento de la abuela, los antiguos ritmos de la vida redescubiertos en un pequeño radio.

Es el fin de una era. El virus mata y todavía no sabemos hasta qué grado. También grita: “Tienen que cambiar su vida”.

El mundo que surja de esto no puede parecerse al anterior. Si esta plaga a la que le importan un bledo la clase y el estatus de sus víctimas no puede enseñarnos solidaridad por encima de los excesos individualistas, nada lo hará. Si este patógeno que brinca de un continente a otro no puede hacernos ver la precaria interconexión del planeta, nada lo hará. A diferencia del 11 de septiembre, este ataque es universal.

A pesar de ello, los dos hombres más poderosos del planeta, el presidente de China, Xi Jinping, y el presidente Donald Trump han respondido con base en intereses nacionales mezquinos que han costado una miríada de vidas. Le han fallado al mundo, en una debacle de súper-potencias.

China escondió el brote inicial de coronavirus en diciembre durante varias semanas y luego trató de desviar la atención de su Chernóbil biológico anunciando con bombo y platillo su éxito para contener la enfermedad (las cifras siguen estando en duda), ofreciendo asistencia internacional (en parte, con mascarillas y pruebas defectuosas) y propagando la salvaje teoría conspirativa de que la plaga no comenzó en Wuhan, sino que se preparó en un laboratorio militar de Estados Unidos y fue sembrada por el equipo estadounidense que asistió a los Juegos Mundiales Militares en Wuhan en octubre pasado.

La lección no es, como le gustaría decir a China, que los regímenes tiranos lidian de manera más eficaz con los desastres, sino que incuban el miedo que imposibilitó que los médicos y las autoridades en Wuhan comunicaran rápidamente la escala de la amenaza. La serie de tuits de la Embajada de China en Francia que elogiaron el mes pasado la repuesta superior de China y Asia al virus gracias al “sentido de comunidad y ciudadanía del que carecen las democracias occidentales” resultó grotesca. Li Wenliang, quien murió en febrero, y Ai Fen, quien parece haber desaparecido, son los doctores informantes de Wuhan a los que la humanidad nunca debe olvidar.

El 29 de marzo, Trump tuiteó, mientras morían estadounidenses, que “el presidente Trump tiene unos índices de audiencia elevadísimos”. Su programa de telerrealidad diario sobre la Covid-19, al que llama sus “últimas noticias sobre el coronavirus”, tuvo un “sorprendente número” de espectadores, una cifra “más semejante a la audiencia de un programa de comedia en horario estelar”.

Si buscan una definición rápida de obscenidad, ahí la tienen. Esta es la mentalidad, o más bien la aflicción mental, que combinó el encubrimiento chino con una confabulación estadounidense de autoría trumpiana que hizo que se perdieran otras seis semanas al desestimar la pandemia y tildarla de engaño.

El mundo está acéfalo. Todos los países ven por sí mismos. Se revuelven mentiras y rumores. Con petulancia infantil, Mike Pompeo, el peor secretario de Estado estadounidense en mucho tiempo, insiste en llamar al coronavirus “el virus de Wuhan”. Este es el mundo de Trump y de Xi.

Es difícil ahora la situación aquí en Nueva York; en realidad, en todas partes. Al leer las cifras. Al tratar de entenderlas. Al ver las tiendas de triaje y las morgues portátiles. Al ver cerrar los pequeños negocios. De repente, hay millones desempleados. La gente muere sola, lejos de sus seres queridos debido al riesgo de infección. Guantes azules y blancos tirados en una calle. El insomnio. Los helicópteros sobrevolando la ciudad por la noche. Las reuniones por Zoom que consuelan, pero que también nos recuerdan que el tacto escapa a la tecnología. La manera en la que la gente se aleja de los demás transeúntes, el viraje brusco por el coronavirus. Las sirenas y el silencio que hace que se escuchen más fuerte.

Todo esto ha pasado antes, no del mismo modo, pero ha sucedido. Las transparencias de mi hermana también son un memento mori, un recordatorio de la fugacidad de la vida. Y el mundo siempre ha salido adelante. Gracias a gente como Craig Smith, el cirujano en jefe del Hospital Presbiteriano de Nueva York de la Universidad de Columbia, quien escribió un conmovedor mensaje sobre los pacientes de Covid-19 a sus soldados médicos: “Sobreviven porque nosotros no nos rendimos”.

Se está desmoronando. Encárguense de él. No nos damos por vencidos. Todos estamos conectados, y también con las generaciones pasadas y futuras. Aquí no hay extraños.

close
search