Opinión

¡Vamos al toro!

La Agrupación Nacional de Periodistas sesionaba una vez al año en México, Distrito Federal

Carlos Murillo
Abogado

domingo, 14 julio 2019 | 06:00

La Agrupación Nacional de Periodistas (ANPE) sesionaba una vez al año en México, Distrito Federal. En 1986 salió un contingente de unos 30 periodistas desde Ciudad Juárez en un autobús. El presidente nacional era don Domingo Salayandia Nájera, originario de Parral y fundador de varios periódicos y estaciones de radio en todo el país.

Faltaban unos meses para el verano caliente de 1986. Mi papá, Carlos Murillo De la Cruz, recién había dejado la Secretaría de Comunicación Social del PRI estatal y se integraba a la ANPE como periodista independiente, pues era director de una pequeña revista, llamada Los Principales de Chihuahua, que fundó en 1979.

En aquel viaje íbamos mi hermana Citlalli, mi mamá Bertha Alicia, mi papá y yo. Un día entero de camino propició la convivencia de aquel grupo de periodistas. Recuerdo que paramos a cenar en Gómez Palacio, en un restaurante ambientado estilo old west. La escala se convirtió en tertulia; de las canciones pasaron a los poemas y, al calor de la bohemia, mi papá declamó un par de poemas con voz de trueno. 

Al día siguiente entramos a la capital y nos instalamos en un viejo hotel del Centro Histórico. La convención de la ANPE fue un sábado, había unas cinco mil personas de todo el país en una carpa gigantesca.

El domingo a mediodía mi papá me llevó a la Plaza de Toros México. En la taquilla compramos los boletos más baratos en sol. Desde lo alto de la plaza me explicaba cada detalle de la fiesta, mi papá disfrutaba cada momento de la corrida de toros. A la salida, recuerdo los puestos de comida tradicional de la fiesta brava y la venta de souvenirs. 

Cuando cumplí catorce años le pedí a mi papá que me recomendara un libro para leer, porque quería comenzar con mi carrera como lector. De su biblioteca sacó un pequeño libro con la pasta color verde y me lo dio, el título era "Más cornadas da el hambre” de Luis Spota, un escritor mexicano que fue muy cercano al poder político durante varias décadas.

La trama de la novela narra la vida de un aprendiz de torero que quiere triunfar en el redondel, pero antes debe torear a la realidad. Spota hace una interpretación del lenguaje simbólico taurino y lo expone con una espléndida narrativa en la carrera de un joven torero. 

Según mi papá las corridas de toros son la representación de la vida misma, se trata de un hombre que se enfrenta a los retos. En el ruedo es donde se encuentran la vida y la muerte, así de frágil es el mundo que hoy está y en un instante se puede caer a pedazos.

“Vamos al toro”, decía mi papá cuando había que hacer frente a los retos; “vamos al toro” –para mi papá– podía significar tomar una decisión en medio de la crisis, en otro momento era ir a dar clases, al otro día acudir al supermercado a hacer rendir la cartera, otro día era ir con el médico o simplemente hacer la fila del puente para ir a El Paso. A veces, el toro está en la mente, en los prejuicios, en los dogmas, en los fundamentalismos.

Ésa es una filosofía de vida, ir al toro es encarar al destino y a su incondicional aliado el azar. Nunca desistir. Recibir una revolcada y levantarse a seguir la faena con valentía. 

La tauromaquia es el reflejo del mundo que nos permite reconocernos en la estética de la muerte. En esa constante dualidad (vida-muerte), la arena representa –también– la débil franja que separa a los que están, de los que ya no están, al mismo tiempo que nos impulsa para fortalecer el espíritu de combate y anuncia el inevitable fin. Constantemente, el círculo se cierra y se abre un nuevo ciclo.

Como la sociedad, el arte en el mundo taurino es complejo y contradictorio. No mantiene las ataduras de la racionalidad científica, ni atiende los dilemas de la nueva ética del Siglo XXI, al contrario, fluye como una narración de la historia humana que ha sobrevivido desde la Edad Antigua.

Las corridas de toros son un ritual que genera una identidad, un lenguaje y una tradición, es por tanto una filosofía de vida, una cultura. No es mejor ni peor que otras formas de entender la realidad-mundo, pero es más gentil porque no trata de imponerse.

Unos días antes de morir, mi papá fue por última vez a la Plaza de Toros Alberto Balderas, su cuerpo ya se había rendido, pero la voluntad de ir al toro fue más fuerte. En la entrada, un grupo de personas sostenían cartulinas y mantas para manifestarse en contra de la corrida de toros. Al bajar del auto, uno de los manifestantes le ofreció apoyo a mi papá para llegar a la puerta de la plaza, al final la solidaridad humana fue más fuerte, mi papá le agradeció el gesto y cada quien tomó su camino, el manifestante a gritar consigas y mi papá a su lugar de frente al sol.

Jamás pensaría en imponerle como deber la cultura taurina a alguien más, pero tampoco pienso que sea un deber abandonar la cultura taurina.

Finalmente, algo que hemos aprendido de la tauromaquia es que la muerte es otra forma de vida. La antigua cultura romana, por ejemplo, tuvo que morir para vivir eternamente. Y, ante la ética del nuevo milenio, tal vez las corridas de toros están destinadas a morir, pero no será por decreto y, aunque se acaben en algún lugar, van a vivir por siempre. 

Si debe la ley permitir, o no, las corridas de toros, será un tema pertinente cuando se acaben la inseguridad, la desigualdad, la pobreza, la impunidad y la corrupción; hasta entonces, podremos debatir a fondo el tema de las corridas de toros y, mientras tanto, que los toros no sustituyan en la agenda pública a ningún tema prioritario. Si esto ocurre habremos retrocedido en el camino de la democracia.

En aquella escala de Gómez Palacio, mi papá declamó un poema titulado “Asonancias”, original de Salvador Díaz Miró y que recuerdo de memoria de tanto escucharlo:

“Sabedlo, soberanos y vasallos,

próceres y mendigos:

nadie tendrá derecho a lo superfluo

mientras alguien carezca de lo estricto.

Lo que llamamos caridad y ahora

es sólo un móvil íntimo,

será en un porvenir lejano o próximo

el resultado del deber escrito.

Y la Equidad se sentará en el trono

de que huya el Egoísmo,

y a la ley del embudo, que hoy impera,

sucederá la ley del equilibrio”.

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