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Opinión

Preparemos Navidad

Para celebrar la Navidad necesitamos saber qué es la Navidad. La Navidad no solo se ha deformado por la presión del consumo que oculta su verdadero significado, sino también por una deficiente consideración doctrinal

Hesiquio Trevizo
Presbítero

domingo, 05 diciembre 2021 | 06:00

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Para celebrar la Navidad necesitamos saber qué es la Navidad. La Navidad no solo se ha deformado por la presión del consumo que oculta su verdadero significado, sino también por una deficiente consideración doctrinal. Luego la fiesta hermosa se nos convierte problema. Al desvincularla de su auténtico sentido, se ha vuelto una celebración externa a nosotros; qué regalar, qué comprar, qué comer, qué beber parecen ser las preocupaciones esenciales. De esta forma pareciera que la fiesta la habremos de celebrar solo los que podemos, los que tenemos con qué; y la alegría que logramos es artificial, como si pudiéramos estar felices y contentos no más porque sí, a pesar de nuestra insinceridad. Para mucha gente la Navidad se ha vuelto problema; si queremos celebrarla debemos rescatar su sentido.

Sin embargo, si hay una fiesta que pertenezca a todos, sin excepción, si hay una fiesta que pertenezca a la humanidad entera, esa es la de Navidad. Y esto porque ella es portadora de un mensaje que nos incumbe a todos, que tiene que ver con todos y cada uno de nosotros, sepámoslo o no, querámoslo o no. Navidad es la irrupción de Dios-Amor en nuestra vida, en nuestra historia. Por ello es motivo de serena alegría, de gozo interior y de un contento exterior -¿por qué no?– muy grande, que brota de la esperanza, de una alegría, de la alegría de quien sabe que la vida vale la pena vivirla y que ya nadie podrá quitárnosla. Estos días pedimos a Dios la gracia de prepararnos a la Navidad, “con las obras de  misericordia”, “con una alegría desbordante y cantando su alabanza”. ¿Por qué, pues, para muchas personas la Navidad es ocasión de tristeza? Incluso, hay quienes se sienten especialmente deprimidos, y, peor aún, hay quienes piensan en el suicidio. Es el resultado último de la deformación de que es objeto la Navidad. Olvidamos que “En ese Niño se manifiesta el Dios-Amor: Dios viene sin armas, sin la fuerza, porque no pretende conquistar, por decir así, desde fuera, sino que quiere más bien ser acogido libremente por el hombre; Dios se hace Niño inerme para vencer la soberbia, la violencia, el afán de poseer del hombre”. (B.XVI). En la Navidad encontramos la ternura y el amor de Dios que se inclina hasta nuestros límites, hasta nuestras debilidades, hasta nuestros pecados, y se abaja hasta nosotros. Viene al encuentro del hombre desterrado.

No puede haber tristeza cuando la vida nace. En efecto, para que podamos celebrar verdaderamente la Navidad tenemos que recrear la atmósfera sagrada de sus orígenes. La espiritualidad de la Navidad es nuestra adopción como hijos; Dios en su Hijo nos hace hijos suyos. El Papa San León Magno, que es el creador de la estructura doctrinal (Teología) de la Navidad escribe: “si el que es de la misma naturaleza que el Padre, no se hubiera dignado ser de la misma naturaleza nuestra, tomándola de una madre, si no hubiera unido a su naturaleza divina la nuestra, la cautividad humana continuaría sujeta al yugo del demonio...”. La nuestra es la única religión de un Dios encarnado. Ser cristianos es vivir, pues, esa condición de hijos adoptivos de Dios. Pero “celebrar” implica más que saber y que reflexionar. Celebrar significa abrir el corazón y alegrarse. Y es que, ante un niño recién nacido, ante una vida que se abre en flor, no podemos hacer doctrina. Alegrémonos: ¡no puede haber tristeza cuando nace la vida! Celebremos: ¡no puede haber indiferencia cuando, de repente, se ilumina la noche! “En la noche del mundo, dejémonos sorprender e iluminar de nuevo por este acto de Dios, totalmente inesperado: Dios se hace Niño. Dejémonos sorprender, iluminar por la Estrella que ha inundado de alegría el universo. Que el Niño Jesús, al llegar hasta nosotros, no nos encuentre desprevenidos, empeñados solo en embellecer la realidad exterior” (B. XVI).

Para celebrar hay que exorcizar el miedo que inhibe. Oh hombre, ¿por qué temes con la venida del Señor? El no ha venido a juzgar a nadie. No nació para condenar; por eso apareció como niño. Su llorar es dulce, a nadie espanta. Su Madre ha fajado sus bracitos frágiles, ¿por qué temes, todavía? No viene armado a castigar. Está, ahí, débil para quedarse junto a nosotros y liberarnos. ¡Celebra la llegada del mejor amigo! Canta a aquel que siempre, en el sueño y en la vigilia, fue esperado. ¡Ya está aquí! (S. Agustín).

Corresponde a cada uno crear lo realmente festivo de la fiesta, hacer silencio en su corazón y preparar el alma y reconciliarse con todas las cosas. ¡Cuántas veces la vida se torna difícil, insoportable, casi!; pero ese niño camina siempre a nuestro lado invitándonos a la esperanza, a la confianza, a no tener miedo. ¿No, acaso, cantaron los Ángeles aquella noche el primer ¡Gloria!, ofreciendo la paz a los hombres que tanto ama Dios? En un mundo oprimido por el miedo, este mensaje, la zozobra, la depresión, este mensaje es gran consuelo de Dios, su cercanía, su compartir nuestras penas. Y nuestras alegrías. 

Oigamos otro fragmento de un sermón de S. León Magno: “Nuestro Salvador, hermanos, ha nacido hoy; alegrémonos. No puede haber, en efecto, lugar para la tristeza, cuando nace aquella vida que viene a destruir la muerte y a darnos la esperanza de una eternidad dichosa.

Que nadie se considere excluido de esta alegría, pues el motivo de este gozo es común para todos; nuestro Señor, en efecto, vencedor del pecado y de la muerte, así como no encontró a nadie libre de la culpa, así ha venido para salvarnos a todos. Alégrese, pues, el justo, porque se acerca su recompensa, regocíjese el pecador, porque se le brinda el perdón, anímese el pagano, porque es llamado a la vida”. 

Vocación universal a la vida dichosa, es la Navidad; este es el motivo de toda alegría y de toda celebración festiva. De esta fiesta nadie queda excluido. En la Navidad celebramos el designio amoroso del Padre que en su Hijo amado nos ha hecho sus hijos, y, si somos hijos, somos también herederos, junto con su Hijo, de su misma gloria.

Toda alegría que brota de esta certeza es una alegría auténticamente navideña; de lo contrario, ¿qué celebraríamos? Nada. Como celebrar Día de Gracias sin referente alguno y solo comer pavo, simple inercia cultural. Sin embargo, estoy seguro de que, más o menos conscientemente, todos celebramos la Navidad sabiendo cual es el misterio de fondo, la realidad que la hace posible.  

Entonces, todos los gestos externos, los regalos, los villancicos, los abrazos, las obras de caridad, el arbolito y las luces, los buenos deseos, en fin, el tibio romanticismo, en que la envolvemos, serán un eco lejano de lo que en realidad es la Navidad: maravilloso intercambio, (Mirablile comertium, decía Agustín): Dios se ha hecho hombre para que nosotros nos hagamos dioses, “así el diablo, autor de la muerte, será vencido mediante aquella misma naturaleza (humana) sobre la cual él había reportado su victoria”. (S. León Magno). ¡Qué palabras tan bellas cuando nos domina el miedo!

Que el cuidado que ponemos para que nuestras calles y nuestras casas sean más resplandecientes nos impulse todavía más a preparar nuestra alma para encontrarnos con Aquel que vendrá a visitarnos, que es la verdadera belleza y la verdadera luz. Purifiquemos, pues, nuestra conciencia y nuestra vida de lo que es contrario a esta visita: pensamientos, palabras, actitudes y acciones, esforzándonos en hacer el bien y a contribuir a realizar en nuestro mundo la paz y la justicia para cada hombre y a caminar así hacia el encuentro con el Señor. 

“Despiértate, hombre: por ti, Dios se ha hecho hombre” (S. Agustín). ¡Despierta, hombre del tercer milenio! En Navidad, el Omnipotente se hace niño y pide ayuda y protección; su modo de ser Dios pone en crisis nuestro modo de ser hombres; su llamar a nuestras puertas nos interpela, interpela nuestra libertad y nos pide que revisemos nuestra relación con la vida y nuestro modo de concebirla. A menudo, se presenta la edad moderna como inicio del sueño de la razón, como si la humanidad hubiera salido finalmente a la luz, superando un periodo oscuro. Pero, sin Cristo, la luz de la razón no basta para iluminar al hombre y al mundo. Por eso la palabra evangélica del día de Navidad –«era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre» (Jn. 1,9) – resuena más que nunca como anuncio de salvación para todos, en momentos en que las tinieblas envuelven la faz de tierra, dice Isaías. (Ganan farmacéuticas 51.4 mmd por el tal ómicron). “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”. La Iglesia no se cansa de repetir este mensaje de esperanza. 

“Pueblo de Dios, en marcha, caminemos a la luz del Señor”, nos grita Isaías, a la manera de una orden militar (2,5). Tal es el programa de una verdadera preparación a la Navidad. Vamos al encuentro del Señor de la mañana. Miramos al Oriente.

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