Opinión

La metamorfosis de Rosario Robles

La conocí a finales de la década de los 70 del siglo pasado

Jaime García Chávez
Escritor

domingo, 18 agosto 2019 | 06:00

Conocí a Rosario Robles Berlanga a finales de la década de los 70 del siglo pasado. El encuentro lo motivó un acercamiento de dos grupos de izquierda revolucionaria que pretendían llegar a una convención para la búsqueda de propósitos comunes. Había una frontera muy clara que distinguía la lucha anticapitalista contra el sistema del PRI cuando permeaba en todo una disidencia profunda con el curso que tomaba el llamado “socialismo realmente existente”, lo que se hizo más claro cuando cayó el Muro de Berlín y colapsó la Unión Soviética. 

Los compañeros del grupo El Martillo, radicados en la Ciudad de México, se hermanaron con ella y muchos más en la construcción del sindicalismo universitario. Llegó 1988 y Rosario se sumó al movimiento encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, formando parte de una fracción que se vertebró en el PRD en el bando de su izquierda, donde había un arcoiris de expresiones de los afluentes no priistas del partido que se puso a las órdenes de la sociedad para su transformación democrática. Todo eso es historia. Agua que pasó debajo del puente.

En el PRD Rosario Robles tuvo una carrera exitosa y brillante que la llevó de su participación en la dirección hasta la presidencia nacional del mismo. Como se recuerda, tuvo un papel importante como diputada federal en una de las comisiones más influyentes de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión. Cuando el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas dejó la jefatura de Gobierno en el entonces Distrito Federal, ella ocupó el más importante cargo político al que este partido había llegado. Se autorreconocía en las goteras de la Presidencia de la República, ambicionada ya por Andrés Manuel López Obrador. Esta competencia interna generó una rivalidad inocultable.

Siempre la ví en la perspectiva de una relación benéfica para el desarrollo de la izquierda. Cuando fui presidente del partido en Chihuahua, la hice partícipe de los trabajos locales, apoyando además a López Obrador para dotar al estado de una izquierda avanzada en territorio con ganada reputación de conservadurismo.

Cuando Rosario se postuló para dirigir al partido, yo desconfiaba mucho del curso que estaba tomando y gestioné una entrevista con ella a fin de saber sus propósitos y la voluntad para restaurar un partido que tendencialmente marchaba al ocaso, como se demostró un poco más de una década después. Obvio que, producto de la entrevista, se refrendó una confianza que venía alimentada de antaño y me hice cargo de su campaña aquí en el estado de Chihuahua. Al final hubo gran controversia sobre el proceso electoral interno, y hubo necesidad de configurar una especie de “Comisión de la Verdad” que investigara lo que había sucedido, en un partido que se asumía como democrático, comisión encabezada por el rigorista Samuel Del Villar, que produjo un dictamen que ya nadie tomaría en cuenta. Era el síntoma de una decadencia anunciada. El partido de las tribus y futura hegemonía nefasta de Jesús Ortega y Jesús Zambrano. Recuerdo ahora que le sugerí a Rosario una solución jurídica y política acorde con la normatividad interna del partido, la cual le pareció sugestiva. Le presenté entonces en blanco y negro el diseño, advirtiendo de inmediato de su parte que ya poco interés tenía en una alternativa de ese corte. Quedó atrapada en un partido en el que era representante de una débil expresión. Fue el último momento que traté con ella. 

Después, y en conversaciones con amigos cercanos a ambos, me enteré que las cosas no iban bien y que contravenía la ética declarada en los documentos básicos del partido. Cosas muy graves se comentaban en los pasillos del comité. Vino el escándalo con Carlos Ahumada, René Bejarano, Carlos Imaz, consorte de una desconocida Claudia Sheinbaum, y la fractura profunda de las relaciones que se daban a nivel del liderazgo perredista. La desembocadura fue que Rosario Robles Berlanga dejó las filas de la izquierda y se sumó al adversario que tanto había combatido. Primero se entendió con Carlos Salinas, y fue su antesala para arribar al proyecto de Enrique Peña Nieto. 

Mujer de recia voluntad, decidió militar primero en la izquierda, y cuando ya no le redituó se pasó al enemigo. Un giro de 180 grados que obra como antecedente de un escalamiento que la llevó a ocupar la titularidad de dos secretarías de Estado en el Gobierno de Peña Nieto, el más corrupto de la larga era priista, y quedó atrapada en una contradicción ética y política que ya se había decantado por la deserción, la traición y por el abandono de los principios, pero en concreto con la operación de una corrupción política descubierta gracias al periodismo de investigación, que no de las instituciones.

Hoy Rosario Robles está en prisión. El destino de su proceso penal está sujeto a lo conjetural: puede dar para mucho más de lo que hoy estamos viendo todos. No lo sabemos. Lo que sí viene al caso es preguntarse ahora sobre las causas de la maleabilidad humana que lleva a una persona a transitar de un polo en que los altos principios lo son todo, al contrario donde sólo impera el realismo político, es decir, la práctica de la política al margen de toda ética. ¿Por qué? De entrada no son admisibles las respuestas simplistas, las que se quedan en lo puramente empírico de los intereses mezquinos. Se ha escrito magistralmente sobre estos procesos de metamorfosis política: cómo de la pureza y la adhesión a los más altos valores se puede caer en el abismo de lo que siempre se condenó. Alexis de Tocqueville tiene páginas magistrales en su obra sobre el antiguo régimen a 1789 en Francia. 

Franz Kafka puede ofrecernos un retrato de esa transformación. Unas cuantas frases extraídas de su pensamiento, explicarían y prevendrían: 

“Todos los errores humanos son fruto de la impaciencia, interrupción prematura de un proceso ordenado, obstáculo artificial levantado alrededor de una realidad artificial”.

“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. ¿(…) podría arrastrarse en todas direcciones sin obstáculo alguno, teniendo, sin embargo, como contrapartida, que olvidarse al mismo tiempo, rápidamente y por completo, de su pasado humano?”.

El alto sentido de estos pasajes de La Metamorfosis dan materia para la comprensión. Que cada quien extraiga sus conclusiones sería lo pertinente, para no tratar de imponer una sola narrativa, porque vendrá el desenlace jurídico que operará como la verdad legal. Estamos en presencia de una circunstancia para la que el filósofo Spinoza recomendó no llorar, no reír, sino comprender. Y por “comprender” lo que quiero decir es que toda la tormenta que azotará a la adherencia a la izquierda pasa por una vocación política que se coloca frente a lo abyecto, para ofrecer alternativas políticas congruentes con la propia ética que le debe de dar fundamento.

No pocos dicen que está iniciando la era para liquidar la ancestral impunidad. Que así sea, pero es cuestión de voluntad y futuro.

Pero no hay duda, la pasta humana es corruptible, más cuando las condiciones de un Estado que no ha logrado ser a plenitud, lo propicia. 

Notas de Interés

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