Opinión

La ‘banalidad de la maldad’

Claro que las consecuencias del maltrato y la discriminación llegan mucho más allá de la víctima inicial, en ocasiones de manera nefasta

Cecilia Ester Castañeda
Escritora

jueves, 17 octubre 2019 | 06:00

Claro que las consecuencias del maltrato y la discriminación llegan mucho más allá de la víctima inicial, en ocasiones de manera nefasta. 

El abandono, el abuso, la marginación, el aislamiento, la estigmatización, el acoso y la falta de redes de apoyo son una mezcla peligrosa en cualquier momento. Si además se pierden el acceso a bienes o servicios que se consideraban un derecho y la confianza en un sistema percibido como injusto, si una barrera aparentemente arbitraria aleja de súbito las metas tanto tiempo anheladas que se cree se hallaban a punto de alcanzar, entonces crecen la frustración y el riesgo de violencia.

Pero las personas con traumas serios aun sin superar no se vuelven necesariamente agresivas y ni siquiera el Joker es un sociópata asesino en todas sus versiones mediáticas —pienso en el Guasón televisivo de César Romero o en el de “Lego Batman”—. ¿Se imagina usted si matáramos a todos contra quienes nos sentimos agraviados? Ya no existiría nadie. 

Hasta ahí mis comentarios sobre la película número uno esta semana en taquilla, “Joker”. 

Para la manifestación de la violencia no hacen falta enfermos mentales ni seres humanos resentidos. Lo peligroso del asunto es que se trata de un fenómeno mucho más “banal” donde confluyen factores externos a los cuales cada uno de nosotros somos susceptibles. En otras palabras, dadas las circunstancias adecuadas, cualquier persona puede contribuir a un entorno violento. 

Eso merece una seria reflexión dadas las condiciones actuales. Y si para rematar existen líderes carismáticos empeñados en ignorar o justificar desmanes o en crear divisionismos culpando a algunos segmentos de la población de los complejos problemas de la sociedad moderna, debemos estar preparados para no caer en la trampa de comportarnos como justicieros. Tal vez eso fue precisamente lo que le ocurrió en agosto al homicida de 22 personas en una tienda de El Paso, Texas, o parte de la racionalización del comando que ese mismo mes dejó 29 muertos al incendiar un antro de Coatzacoalcos, Veracruz. 

éstos últimos son casos extremos, desde luego. Ambos, sin embargo, se desarrollan en contextos de violencia de alguna forma tolerada e incluso alentada mediante la proliferación de armas y la presencia de una cultura donde se recompensa la fuerza bruta y el autoritarismo por encima del diálogo o el respeto.

¿Es posible que una persona común y corriente alcance dichos niveles de carencia de civilidad, de desensibilidad, de deshumanización hacia la vida ajena?

En mi libro favorito sobre la forma en que puede volverse mala la gente buena, “El efecto Lucifer”, el sicólogo Philip Zimbardo menciona las conclusiones de la filósofa social Hanna Arendt y el sicólogo estudioso de los genocidios Ervin Staub. Arendt —autora de la teoría acerca de “la banalidad de la maldad”— describe como “terrible y aterradoramente normal” a Adolf Eichmann, el criminal nazi responsable de la muerte de millones de judíos, no como un hombre cuyas tendencias sádicas o pervertidas hayan aflorado en momentos excepcionales. “La crueldad derivada de procesos ordinarios en los pensamientos que tienen las personas ordinarias constituye la norma, no la excepción”, escribió Staub.

Nadie se levanta un día decidiendo repentinamente que matar gente sea aceptable. Es un mecanismo gradual rumbo a “la violencia extrema y la destrucción de la vida humana” bajo condiciones específicas, dicen los expertos.

Y en la actualidad dicho proceso se halla extendiéndose a nivel colectivo, al menos en esta parte del mundo. Lo podemos apreciar en forma cotidiana no sólo en las notas policiacas: ocurre también durante las manifestaciones, en las filas de los puentes fronterizos, en los patios de las escuelas y en los hogares.  

La violencia se encuentra tan enraizada en nuestra cultura que ni siquiera la notamos. Necesitamos ponerle un alto en todos los frentes, empezando por nuestro propio comportamiento. Detectarla. Buscar alternativas. Romper hábitos. 

Sólo así podremos encaminarnos a recuperar un ambiente perdurable de paz y resistiremos la tentación de glorificar la rebeldía o la anarquía que están amenazando los cimientos de la sociedad.

Porque parece muy fácil destruir los sistemas “injustos”. Construir una sociedad justa, eso ya es otra cosa. 

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