Opinión

Johnny Rey

El pasado 16 de septiembre la arena Anáhuac cumplió 69 años

Carlos Murillo
Abogado

domingo, 22 septiembre 2019 | 06:00

El pasado 16 de septiembre la arena Anáhuac cumplió 69 años. En este lugar la lucha libre sobrevive entre la guerra del cristal y la pobreza. Aquí la precariedad tiene muchas máscaras, pero una sola cara, la marginación.

La cita era a las seis de la tarde del lunes inhábil. Fin de semana, quincena, el momento ideal para programar un amplio cartel. Serán 10 luchas, a una sola caída con límite de tiempo de quince minutos, anuncian en redes sociales.

Es la fiesta del barrio. Afuera, en la esquina, el sonidero pone el ambiente; una señora y su hijo adolescente instalan en una mesa plegable su vendimia, “silbatos y matracas”, gritan a los paseantes que llegan a pie desde los cuatro puntos cardinales. Como abejas al panal, se van acercando a la arena popular.

Esta arena santuario es un espacio al aire libre. En la otra esquina, un puesto de hamburguesas color naranja hace chirriar una placa de metal, donde carne y pan nadan entre el aceite. Asfalto, sudor y risas se entremezclan. Elotes, aguas frescas, dulces y semillas marcan la ruta a la entrada.

La función de lucha libre es lo más cercano a una fiesta patronal. Pero también es un momento de tregua entre las pandillas. La gente sale a las calles sin ningún miedo a las balas. El infierno por un rato se convierte en Jauja.

Adentro de la arena, las viejas tablas que hacen las veces de gradas comienzan a llenarse. “Este ring lo compramos en 1960”, dice un adulto mayor mientras toca con su bastón la esquina. La madera asimétrica a ras del ring es una cámara de dolor de la Santa Inquisición. Si alguien no cree en la mística de la lucha libre, que se suba a ese ring y sabrá lo es que es sufrimiento.

Como en todas las funciones de barrio, los niños juegan en el cuadrilátero cuando no hay luchas; emulan a los gladiadores, ensayan llaves y contrallaves, cuentan tres palmadas, brincan desde las cuerdas y se avientan marometas. Por los cuatro lados, mantas recicladas cubren el encordado, en una de ellas se ve la mitad de un anuncio de un restaurante que alguna vez estuvo a veinte metros de altura.

Mientras, comienzan a llegar los luchadores. Esta vez no hay programa, conforme van llegando los apuntan en un cuaderno y les dan tiempo para organizarse entre el caos. Jóvenes, adultos, hombres y mujeres, caminan entre el público encapuchados con una maleta, algunos traen una bolsa colgada de un hombro, otros arrastran un maletín que se desliza brincando entre el cemento cuarteado por las décadas.

“Ahora no traje burritos”, dice el encargado de la tiendita de la arena, pero hay dulces, refrescos y chilindrinas, un platillo exótico que bien podría ser galardonado como patrimonio gastronómico de la cultura pop.

Dos horas después la arena está completamente llena. Por puro instinto, los organizadores comienzan a negar el acceso, “ya no hay lugar” le dicen a la gente que va llegando. El director de Protección Civil estaría orgulloso de ellos si se hubiera enterado del evento.

El sonidero que estaba en la esquina entra cargando micrófonos y cables, después mete unas bocinas y en cinco minutos arma su esquina para poner un cumbión perro, “no me arrepiento de este amor” canta una voz de mujer con sabor a salsa.

De pronto, el zumbido del público es vencido por la música a todo volumen. Un hombre enmascarado en silla ruedas revisa el programa y prueba el sonido del micrófono, lo acompaña otro enmascarado que le auxilia a moverse.

Un hombre de setenta y tantos está sentado a un lado del cuadrilátero, lleva un pantalón de vestir, camisa café de manga corta, usa lentes oscuros y una joven mujer le narra al oído todo lo que está pasando. El hombre sonríe, está feliz de escuchar el murmullo de la gente.

De pronto hay un cambio de ritmo, el sonidero pone la famosa canción de los “Ídolos del Ring” que anuncia el inicio del espectáculo, no recuerdo el nombre pero con ese requinto se anunciaron las grandes batallas en la Catedral de la Lucha Libre, el ‘Neri’ Santos.

Un hombre maduro se sube al ring con dos placas de reconocimiento, la primera es para una leyenda de la lucha libre en la arena Anáhuac, el gran Johnny Rey, el hombre mayor de lentes oscuros.

Tras un largo aplauso, Johnny decide subir al ring, sus nietos le ayudan a deslizarse por la primera cuerda. Como si fuera la primera vez, el gladiador gira en un pie con la mano alzada, mientras el público comienza a corear al mismo tiempo “Johhny, Johnny, Johnny”. La ovación es una inyección de vida en el ocaso.

Johnny Rey siente una vez más la energía del público, no necesita la vista, le son suficientes sus otros sentidos para sentirse como un muchacho de 16. A pesar de las enfermedades y las desgracias de la lucha libre, Johnny no cambiaría por nada estos momentos.

Después, como un pase de lista, el promotor lee cincuenta nombres de luchadores que han muerto, casi todos en la miseria, abandonados por sus familias.

El enmascarado en la silla de ruedas anuncia la primera lucha del programa, es un mano a mano de dos jóvenes que apenas van saliendo de la pubertad. Los dos luchadores tienen la forma de una espiga y el sueño de llegar a ser una leyenda, como Johnny Rey. Estos jóvenes, usan el deporte popular para escaparse de la guerra entre pandillas, quizá lo logren, pero a cambio encontrarán la enfermedad y la pobreza. En realidad no hay salida.

El réferi, apodado el Banano Mix, levanta sus manos y le indica al enmascarado en silla de ruedas que puede anunciar el inicio.

“¡Comienza la primera y única caída!”.

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