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Opinión

Fray Bartolomé de las Casas

El sermón, pronunciado ante la minoría dirigente de la primera ciudad española fundada en el Nuevo Mundo, escandalizó e indignó a sus oyentes

Hesiquio Trevizo
Presbítero

domingo, 17 octubre 2021 | 06:00

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“El domingo anterior a la Navidad, en 1511, el dominico Antonio de Montesinos pronunció en la isla de Hispaniola (Haití), en una palapa como iglesia, un sermón revolucionario. Comentando el texto ‘Soy una voz que clama en el desierto’ (Jn. 1,23), Montesinos emitió la primera protesta pública importante y deliberada contra la clase de trato que sus compatriotas infligían a los indios. Esta primera llamada hecha en el Nuevo Mundo en nombre de la dignidad humana fue esencial en la historia de América, y, según la expresión de Pedro Henríquez Ureña, «uno de los grandes acontecimientos de nuestra historia espiritual»”. Así empieza Lewis Hanke su Colonisation et conscience chrétienne au XVI s.

El sermón, pronunciado ante la minoría dirigente de la primera ciudad española fundada en el Nuevo Mundo, escandalizó e indignó a sus oyentes. Montesinos clamaba con voz de trueno:

«Para haceros conocer vuestras faltas contra los indios he subido a este púlpito, yo, la voz de Cristo que clama en el desierto de esta isla; debéis, por tanto, escucharme, no distraídos, sino con todos vuestros sentidos y con todo vuestro corazón, para oír esta voz, la más extraordinaria que habéis oído jamás, la más áspera, la más severa, la más temible que jamás hayáis pensado oír… Dice que estáis en estado de pecado mortal, que vivís en este estado, que moriréis en él, a causa de vuestra crueldad hacia una raza inocente. Decidme, ¿qué principio, qué justicia os autoriza a mantener a los indios en tan horrorosa esclavitud? ¿Con qué derecho habéis declarado una guerra tan atroz contra esta gente que vivía pacíficamente en su país?... ¿Por qué los dejáis en tal estado de agotamiento, sin alimentarlos suficientemente, sin preocuparos de su salud? Porque el trabajo excesivo que les exigís, los abruma, los mata. Mejor dicho, sois vosotros los que los matáis, queriendo que cada día os traigan su oro… ¿Por ventura no son hombres? ¿No tienen una razón, un alma? ¿No tenéis el deber de amarlos como a vosotros mismos?... Estad seguros de que, en estas condiciones, no tenéis más posibilidades de salvación que un moro o un turco».

Luego, Montesinos, con la cabeza erguida, abandonó precipitadamente la iglesia, entro los murmullos de los administradores y de los colonos, estupefactos e irritados. Éstos fueron en masa a la residencia del gobernador, para protestar contra el sermón, en el cual veían una negación escandalosa de la soberanía real sobre las Indias. Enviaron también una delegación indignada al convento, para exigir excusas y una desautorización. El superior, Pedro de Córdova, a quien no impresionó la amenaza de hacer expulsar al religioso agresivo, les afirmó que Montesinos había hablado en nombre de la comunidad de los dominicos. Prometió, no obstante, que Montesinos volvería a tratar del tema en su sermón del otro domingo. Ante lo cual, los colonos se retiraron, convencidos de que habían obtenido una satisfacción.

Contaban con una explicación, y la noticia corrió rapidísimamente; así, el domingo siguiente, la mayoría de los notables españoles se apretujaban en la iglesia. Montesinos subió al púlpito, y tomó como tema este texto poco tranquilizador: “Soporta todavía por un instante mis palabras, y yo te diré lo que tengo que añadir en nombre de Dios”. En vez de hacer rectificaciones sutiles de su primer sermón, se cebó con nuevo ardor en los colonos, advirtiéndoles que, en adelante, los religiosos les negarían la confesión y la absolución, como si fuesen ladrones de camino real. Y que podían escribir a España lo que quisieran y a quien quisieran.

Este discurso pronto tuvo eco en España, incluso en la Corte. El 20 de marzo de 1512, Fernando ordenó al gobernador que hiciera entrar en razón a Montesinos. Si el dominico y sus hermanos de la comunidad persistían en su error, ya condenado diez años antes por una asamblea de sabios, de teólogos y de canonistas, reunidos para discutir sobre la cuestión, el gobernador debía remitirlos a España en el primer barco, a finde que su superior español pudiera castigarlos, porque “harán mucho daño por cada hora que pasen en las islas con ideas tan nefastas”.

Tres días más tarde, el 25 de marzo de 1512, el superior español de los dominicos, Alonso de Loayza, amonestaba a Montesinos en un mensaje oficial al provincial de Haití, a quien ordenaba prohibir la predicación de una doctrina tan escabrosa.

Había comenzó el primer gran combate por la justicia en el Nuevo Mundo.

La conversión de Las Casas. Uno de los oyentes había quedado, no obstante, un poco impresionado por la diatriba evangélica de Montesinos. Bartolomé de Las Casas, hijo de uno de los primeros compañeros de Cristóbal Colón, que tenía entonces treinta y cinco años, se contaba entre los más resueltos y más activos de estos pioneros endurecidos, llegados sobre todo para enriquecerse lo más rápidamente posible. Compartía sus convicciones, sus costumbres, su mística económico cristiana, con una indiferencia general por los sufrimientos y la esclavitud de los indígenas. Al año siguiente iba a participar en la conquista de Cuba, en donde recibiría como recompensa tierras e indios. Con todo, no maltrataba sus esclavos, y, ordenado entonces de sacerdote, podía tener buena conciencia.

El sermón de Montesinos parecía no había cambiado en nada su vida de rico y noble eclesiástico. Continuaba practicando el requerimiento, ley según la cual todo conquistador, antes de tomar posesión de una tierra, debía intimar a los indios a que abrazaran la fe católica. Si se inclinaban ante esta intimación, conservaban la vida, la libertad, sus bienes; si no, quedaban reducidos a la esclavitud y eran desposeídos. Porque la bula del papa Alejandro VI había dado América a España y definía también que los indios “estaban animados por un alma racional”. Y esos hombres se extrañaban de que los indios no prestasen oídos a la teología del requerimiento.

Un buen día, un dominico negó los sacramentos a Bartolomé, por poseer esclavos. Siguió una viva discusión, que lo dejó turbado, pero no convencido. Con todo, una gran decisión maduraba en este hombre testarudo, inconsciente hasta entonces de su destino, llegar a ser el mejor abogado de la causa india. En 1514, en el curso de una estancia en su posesión de Cuba, cuando preparaba un sermón de Pentecostés para la nueva fundación del Santo Espíritu, se fijó en un verso del versículo del Eclesiástico: “El que ofrece en sacrificio algún bien mal adquirido hace una ofrenda irrisoria; las ofrendas de los impíos no son aceptadas” (34,21).

Meditó muchos días sobre este texto y sobre los principios predicados por los dominicos, Las Casas se encontró de pronto convencido «de que la manera como él se había portado hasta entonces con los indios era absolutamente injusta y despótica». Se abrieron sus ojos; hizo lo que consideré era la verdad, y su vida cambió tan completamente como la de Pablo de Tarso. Liberó a sus indios, y su sermón en Santo Espíritu, contra sus compañeros españoles, provocó tanto escándalo como las precedentes arengas de Montesinos.

Tan grande fue el escándalo que fue llamado a España. Es ahora cuando debe enfrentarse con sus adversarios, tanto de la Iglesia como del Estado, en el plano de la doctrina y el derecho. Cierto Sepúlveda, doctor teólogo hoy olvidado, pero muy acreditado entonces, acaba de publicar un sabio tratado en que legitima las guerras contra los indios. Esta obra tiene la aprobación pública del cardenal de Sevilla, presidente del Consejo de Indias. Ruda fue la batalla con este humanista, empapado de la Política de Aristóteles, que acababa de traducir y publicar “para servir a Dios y al Rey”. Además, para Sepúlveda y sus partidarios, el dominio sobre los indios no es la atroz esclavitud que presenta Las Casas; es una verdadera “conquista” en el sentido místico de la palabra. Los colonos dominan justamente a los feroces y perezosos indígenas. Durante muchos meses, en Valladolid, en plena universidad, Sepúlveda y de Las Casas se enfrentan, con gran acopio de datos y de argumentos. No se llega a ninguna conclusión, como era de prever. Pero finalmente Bartolomé triunfa. Los escritos de Sepúlveda son prohibidos. Bartolomé puede morir en paz (en 1566), a sus 92 años, tras 14 viajes a España para defender a los indios. América se viste de luto.

¡Cuántos nombres podemos añadir al de Montesinos y de las Casas! Los primeros misioneros traídos por Cortés, historiadores, filólogos, traductores, etc., evangelizadores, sobre todo. Tata Vasco, Quino, Serra. Fray García de S. Francisco, Tardá y Guadalajara, fundadores de Matachí. Dominicos, jesuitas, franciscanos, agustinos y tantos otros que regaron con su sangre esta tierra que amaron más que nosotros la amamos. ¡Y desde entonces, los haitianos! ¡Que ironía! ¿No seremos nosotros quienes debamos pedir perdón?

Así se fraguó esta América nuestra: “la América ingenua que tiene sangre indígena, que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”. (R. Darío). 

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