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Opinión

Fideicomisos

La extinción de un centenar de fideicomisos le permitirá al Gobierno federal contar con unos 100 mil millones de pesos más para afrontar un 2021 que se perfila como uno de los peores años en la historia económica del país

Jorge Fernández Menéndez
Analista

jueves, 08 octubre 2020 | 06:00

Ciudad de México.- La extinción de un centenar de fideicomisos le permitirá al Gobierno federal contar con unos 100 mil millones de pesos más para afrontar un 2021 que se perfila como uno de los peores años en la historia económica del país. Lo que se perderá por ese “ahorro” será infinitamente más costoso.

No es verdad que los fideicomisos desaparecen para romper con la corrupción y los aviadores que pudieran existir en ellos. Si fuera así, se hubiera hecho una limpieza y revisión de los mismos. Simplemente desaparecen porque el gobierno necesita, quiere, esos recursos para sus propios programas y ya no tiene de dónde sacar dinero porque ya se gastó, por ejemplo, y antes de la crisis sanitaria, el Fondo de Contingencia Económica.

Hoy son los fideicomisos y, si no se hace una revisión a fondo de la política económica, mañana serán las afores. Son recursos que se utilizan a fondo perdido para los programas sociales y los proyectos que el presidente López Obrador considera prioritarios, aunque no son siquiera necesarios: un caso paradigmático es la refinería de Dos Bocas.

Cuando esos recursos se acaben, como ocurrirá en un año con los derivados de la extinción de los fideicomisos, simplemente no habrá con qué reemplazarlos. Que desaparezca nada más y nada menos que el fondo de desastres naturales (Fonden) el mismo día que el huracán Delta, el más peligroso de los últimos 15 años, entrará a la península de Yucatán es la gran metáfora de todo este despropósito.

La falta de recursos tiene origen en la mala planeación presupuestal y el pésimo destino de los recursos existentes, ya lo advertía en su renuncia el exsecretario de Hacienda, Carlos Urzúa. Cuando la política económica se maneja desde el despacho presidencial de Palacio Nacional (o desde Los Pinos, como decía Echeverría) los caprichos u ocurrencias se convierten en partidas a las que muchas veces no hay cómo darles formas coherentes en un ejercicio presupuestal.

Pero existe un problema de fondo mucho mayor: la desconfianza presidencial hacia la inversión privada. En la cosmovisión presidencial, formada precisamente en los años de Echeverría y López Portillo, el rector económico es el Estado y eso lo entiende como que la iniciativa privada es un simple coadyuvante del gobierno. No se entiende que ese país desapareció hace medio siglo.

Y el sector privado no está invirtiendo porque no tiene confianza, ya que las señales que recibe son negativas. Olvidemos por un segundo la cancelación del aeropuerto o de la planta cervecera de Mexicali, lo que no se puede olvidar es la cancelación de toda la inversión energética privada, sobre todo de la energía renovable, ni la decisión de intentar volver a convertir a Pemex y a la CFE en las empresas monopólicas del sector.

Por eso las inversiones no llegan. El lunes se firmó un nuevo programa de infraestructura estratégica, pero si se analizan los 39 proyectos firmados veremos que muchos están aún muy lejos de poder ser desarrollados, y algunos parece que han sido rescatados del olvido, como el Tren México-Querétaro, pero no hay nada en el ámbito energético que no pase por ampliación o reconfiguración de plantas de Pemex o de la CFE. ¿Está mal? No, simplemente es insuficiente. El país necesitaría varios programas de estas dimensiones operando en forma simultánea como para esbozar una recuperación que hoy se ve más lejana que nunca.

El secreto está en la inversión privada en todos los sectores. La rectoría del Estado en la tercera década del siglo XXI pasa por la regulación y por facilitar esas inversiones del sector privado en todos los ámbitos de la economía. Apenas el martes, el FMI daba a conocer un documento, reproducido por el ahora también defenestrado Financial Times (lo que debe tener azotadísimos a sus editores británicos), donde llamaba a todos los gobiernos a asumir deuda pública para invertir e impulsar la inversión en planes masivos de infraestructura como el mejor mecanismo para salir de la crisis. Pero en México queremos que el sector privado invierta sólo en los proyectos que le gustan al gobierno y que lo haga de la mano con él. ¿Qué sucede entonces? El programa anunciado el lunes estuvo casi un año guardado en un cajón y lo que se dio a conocer es menos de una tercera parte del original.

El país tiene innumerables espacios propicios para la inversión privada, sobre todo en energía, en turismo, en infraestructura, en agricultura y ganadería, en las finanzas, pero casi todos los sectores están cerrados y no existe un solo espacio en el Gobierno federal que esté trabajando para que, en forma expedita, se otorguen permisos, se autoricen inversiones, se rompan esquemas de control rebasados por la realidad.

Hoy, el gobierno se come los fideicomisos, pero, sin una inversión privada masiva, el día de mañana se quedará sin recursos y su única opción será seguir ahorcando a los causantes cautivos de siempre, mientras la economía se devora a sí misma.

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