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Opinión

Experta en humanidad

El que es víctima de la ira, por ejemplo, no termina sólo en una persona malhumorada, insoportable y desagradable, es mucho más que eso

Hesiquio Trevizo
Presbítero

domingo, 29 enero 2023 | 06:00

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Hesiquio Trevizo

Los 7 pecados capitales – soberbia, pereza, gula, envidia, ira, avaricia y lujuria–, (=7pc.), están presentes en nuestra vida diaria, personal o colectiva, y no devaluados o transformados, como dice Sabater, sino simple y llanamente como tales; así, la avaricia puede estar en mí tanto como en Wall Street, ser el único móvil de mi vida o ser la base de un sistema global. Pero sucede que cuando relacionamos los 7pc con los tiempos que vivimos, nos encontramos con infinidad de caminos que llevan a otras tantas preguntas que hoy se hace el hombre, y que tienen que ver con el sentido mismo de la vida y de la idea de trascendencia, dice Sabater. La pregunta azorada que nos hacemos a diario, todos, ¿qué está sucediendo entre nosotros, realmente?, tiene su respuesta en la antigua sabiduría cristiana decantada en la doctrina de los pecados capitales.

No existe tratado sobre el hombre que lo retrate, que lo defina, que le descubra en sus entresijos, que lo explique en su profunda y natural contradicción, como la doctrina de los pecados capitales. Son la síntesis de los abismos que bordean el camino del hombre. Se llaman capitales, porque son como ojivas nucleares que, activándose, se disparan y multiplican al infinito, provocando daños incalculables en todas direcciones indistintamente; son el nuevo punto de partida de la siguiente desgracia. «Un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable, de manera tal que en su deseo (por lograrlo) un hombre comete muchos pecados, todos los cuales se dicen son originados en aquel vicio como su fuente principal», (Tomás de Aquino). Todo comenzó con una mirada; el santo rey David vio desde su palacio unas mujeres que se bañaban en el estanque, una le gustó sobremanera y la mandó llamar. Resultó esposa de uno de sus mejores generales. No paró en adulterio; terminó en asesinato y el profeta reprocha al rey su ingratitud, su prepotencia, el abuso, astucia para el mal, etc. Fue la lujuria. Capital viene de cápitis, cabeza.

No sé de dónde viene la frase: «La Iglesia, experta en humanidad». En todo caso quiere decir que, iluminada por la revelación, la Iglesia conoce profundamente al ser humano, su naturaleza, sus instintos, sus pulsiones, las grandezas que puede lograr y miserias en las que se puede hundir; en una palabra, sus potencialidades para el bien y para el mal. Y, ¿dónde ha quedado esa sabiduría antigua, sencilla, popular, asimilable, capaz de orientar el camino de la vida, que hace a la iglesia “experta en humanidad”? Olvidándola, ¿no habrá caído en el psicologismo, en el sociologismo?

El que es víctima de la ira, por ejemplo, no termina sólo en una persona malhumorada, insoportable y desagradable, es mucho más que eso. La ira, esa pasión arrebatadora, esa furia que nos convierte en auténticas fieras capaces de provocar terror en los que nos rodean, es la causa de mucho sufrimiento en nuestro derredor. Imaginémonos tan solo a un padre o a una madre de familia dominado por el pecado capital de la ira; el ámbito vital de la familia, el cónyuge y los niños, se convierte en la jaula del terror; se acaba el espacio de la escucha, del diálogo, de la comprensión. Las relaciones humanas se destruyen; se hiere, se lastima, se marca. Lo mismo sucede en los espacios laborales con un jefe dominado por la ira o la soberbia. En un arrebato de ira puede llegarse al asesinato. Y lo más terrible es que en apariencia somos personas como las demás, pero ante un pequeño estímulo o una provocación nos convertimos en auténticas fieras. Lo vemos en la forma de conducir el auto, ¡cuánta agresividad! Lo vemos en el temido mundo de la violencia. Es la ira. “El que domina su ira, decía Confucio, domina su peor enemigo”.

“La única batalla que nunca gané, fue la batalla contra mí mismo”; Napoleón podía presumir de ser eximio poseedor de varios pecados capitales por lo menos la soberbia. “Cien mil muertos no son nada para un hombre como yo”. Quería decir que, para un hombre de su talla y destino históricos, 100 mil muertos, y más, carecían de importancia. Soberbia pura y destilada. La soberbia es según la Escritura el más grave pecado, es el pecado demoníaco por excelencia y la raíz de todos los demás pecados. “La soberbia no es grandeza, sino hinchazón, y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano, está enfermo” (S. Agustín).

Que alguien se considere al margen y por encima de la humanidad, que desprecie la humanidad de los demás, que niegue su vinculación solidaria con la humanidad de los otros, probablemente sea el pecado esencial. Saludos a Trump. Para ningún otro pecado reserva la Escritura una condena tan abierta y total: la soberbia se hace manifiesta cuando el hombre con sus estructuras intenta sustituir a Dios y determinar las formas de convivencia de los hombres; está en el discurso inflado del político que miente a sabiendas, o peor aún, creyendo sus mentiras, y ofrece una patria y un mundo nuevo, fruto de su palabra y de su voluntad. Lo demoníaco de nuestra situación radica en el hecho de que “queremos hacer el bien prescindiendo de Dios”; fue el pecado primordial, satánico. Igual, cuando intentamos sustituir a Dios con la religión. Este pecado capital está presente en cualquier grupo, en cualquier intento humano que prescinda de Dios al momento de querer componer el mundo que nos ha tocado. “Más fácil es escribir contra la soberbia que vencerla” (Quevedo).

Basta que uno de estos pecados capitales se apodere del hombre para hacer de él un ser abocado a la ruina propia y ajena. No hay tratado de psicología que se compare en claridad, sencillez y profundidad a esta doctrina. Entonces, ¿por qué está ausente en el quehacer pastoral? No existe método de autoanálisis que se le compare.

¿Qué tan difícil es reconocer que estoy dominado por alguno de esos pecados? Si se es refractario a su trasfondo religioso, llámelos simplemente, vicios que afectan gravemente la personalidad. Creyentes o no, caminamos flanqueados por estos pecados; pero el creyente puede detectarlos más fácilmente, y cuenta, además, con el antídoto.

Tomando como punto de partida los pecados capitales, incluso discrepando del planteo religioso, se puede bucear en el destino que nos espera frente al avance tecnológico, tan impresionante como deshumanizador, o frente al quehacer político y social, económico y educativo. Esta doctrina ha permanecido en el imaginario colectivo dado que somos de matriz cristiana; forma parte de un patrimonio común y universal, precisamente por su inmensa riqueza. Son casi del dominio popular.

Massimo de la Torre, filósofo y catedrático italiano, se expresaba así de la situación política (o de los políticos), de su país. “Con la decadencia de la democracia cristiana y de los demás partidos históricos de centro derecha y centro izquierda, las rigideces ideológicas y los vínculos de la tradición saltan completamente por los aires de un día para otro. Triunfan las ‘tripas’ y con ellas los espíritus animales que reafirman su fuerza. Los vicios y los pecados, la envidia, la rabia, la codicia, la vanidad, la lujuria tienen como aliados la carne y la sangre, y las virtudes parecen exangües para hacerles frente. De nuevo se sueña y se exige revancha. Tanta ha sido la humillación que ha llegado la hora de subyugar y prevaricar a carta descubierta. ¡Ya basta!, y se llama a la movilización. Berlusconi es expresión de todo esto y de mucho más”. Este filósofo lanza una denuncia desgarrada contra el exceso político, apoyado en la doctrina de los pecados capitales.

Dejemos la palabra pecado, de lo contrario quitamos a las acciones su valor trascendente y su responsabilidad última; nos quedamos, “en el nada importa, todo es igual”, a la manera de una escuela sin exámenes. Savater considera como un grande riesgo en la formación de las jóvenes generaciones el nunca decir “no”. “Los niños y los adolescentes a quienes sus padres nunca dicen “no” carecen del concepto del pecado”, afirma; en este caso no existe ningún freno, ninguna restricción, ningún principio orientador.

El líder pacifista indio Mahatma Gandhi tenía su propia versión sobre los siete pecados: riqueza sin trabajo, placer sin conciencia, conocimiento sin carácter, comercio sin moral, ciencia sin humanidad, culto sin sacrificio y política sin principios.

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