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Opinión
viernes, 17 marzo 2023 | 06:00
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A diario, en las avenidas principales, en el centro de la ciudad, bajo los cartones, en todas partes, observamos a personas con la mirada perdida, fuera del contacto de la realidad, caminan y dan vuelta en su propio mundo, algunos silenciosos, otros enojados, comunicándose con frases incomprensibles, llevando como un tesoro valioso bolsas, envases vacíos y basura que les sirve a veces de alimento, viviendo probablemente sin darse cuenta del drama y la tragedia que sufren.
Algunos deambulan por las calles cercanas al lugar donde viven, los conocemos por nombre o apodo, siempre hay uno en nuestro barrio, en nuestra colonia, en nuestra historia, abandonados, expuestos a todos los peligros, o viven solos sin ninguna ayuda.
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Dicen que se llama Óscar, el joven que vive fuera del estacionamiento de Sanborns, sobreviviendo a fríos y calores, es de los pocos que conozco que no tiene la mirada perdida, al contrario, te observa fijamente, y niega cualquier ayuda en alimentos o en moneda que podamos ofrecerle. Me tiene asombrada su capacidad de supervivencia.
La calle 16 de Septiembre ha sido siempre lugar de encuentro de algunas de las personas con padecimientos mentales, íconos de la ciudad, como el famoso “güero mustang”, que caminaba simulando mover el volante de un automóvil y haciendo ruidos motorizados, nunca supimos el fin de su existencia. Un joven de figura espigada, recorría la misma calle en zapatos de tacón, estremeciéndose ante los gritos burlones de quienes pasaban cerca de él. Y luego el famoso “burras”, se encendía en cólera cuando también a manera de burla, alguna persona cerca de Catedral donde asistía, le gritaba su apodo, o cuando alguien se atrevía a hablar mal de sus amigos sacerdotes.
No es casualidad la costumbre de tomarlos como diversión o pasatiempo, de hacer escarnio de quienes a juicio de nosotros, nos parecen seres irracionales, peligrosos o “graciosos”, permitiéndonos quien sabe por qué, jugar con ellos como entes raros, como si tuviéramos el derecho de hacerlo.
Recuerdo claramente a aquella señora del Centro, robusta, con un costal en la espalda y un garrote de madera que le servía de arma cuando al pedir dinero entre los semáforos, no se lo brindaban y empezaba a lanzar golpes en protesta y venganza. También, un caballero con abrigo largo, lo porta siempre tanto en invierno como en los veranos de 40º C que son comunes en nuestra ciudad, deambulaba por las calles del Centro, ahora lo veo recorriendo la avenida Gómez Morín, con la misma característica sonrisa de hace 30 años, con el mismo saco, platicando solo y feliz. “El cobijas”, era muy conocido, andaba por las principales calles de la ciudad, envuelto en retazos de cobertores que ataba a su cintura y al pecho con lazos de ixtle. Así vivió, así murió, sin pena ni gloria, como uno más de los que no existen, que desgraciadamente son cientos de personas de quienes solamente nos quedamos con la incertidumbre de no saber de sus necesidades y no acudir a ellas, muchas veces por desconocimiento, otras tantas por desinterés y falta de voluntad.
Pocas son las instituciones en la ciudad que se dedican al manejo y cuidados especiales de los enfermos con padecimientos psiquiátricos, algunos de los hospitales más reconocidos, como el famoso “Hospital Civil Libertad”, del viejo centro, fueron desmantelándose poco a poco para que no fuera notado, sin sustituir su razón de ser y su beneficio por algo mejor, basándose en la teoría de que los “locos” se curan solos y en la calle.
La responsabilidad de la atención al enfermo mental se le adjudica a las familias, que no tienen deseos, ni conocimientos médicos, ni medios humanitarios necesarios para cuidarlos. A la vida ya difícil del paciente, hay que sumar la sobrecarga del penoso sufrimiento que llevan en solitario. Y para el caso de enfermos sin familia o rechazados por ésta, no les queda más que un callejón sin salida, el de la marginación o abandono, exponiendo al indefenso a mil riesgos, despertando la tentación de la burla y el castigo. Para muchos son una molestia, y para las instituciones una difícil solución, lo veamos como lo veamos y demos miles de disculpas, es realmente un fracaso de nuestra sociedad y nuestro sistema de salud al no brindar medidas preventivas y curativas.
Hay pasos que pueden tomarse para ir borrando el estigma de las enfermedades mentales y construir un ambiente de empatía, comprensión y conexión. La opción más improbable y más injusta, es apartar la vista cuando los vemos, cruzar la calle y seguir adelante.
La primera opción es el considerarlos un grupo de riesgo que merecen criterios sanitarios cómo es la necesidad de alojamiento, alimentos, servicio médico incluyendo medicamentos. Necesitan una intervención médica inmediata por enfermedades como son las respiratorias en tiempo de invierno, deshidratación en tiempo de verano, o problemas de la piel debido al hacinamiento y la falta de higiene en la que viven. Hay que garantizar hospitales, albergues, lugares de asistencia con personal especializado, capacitado y mucha compasión.
La respuesta de emergencia es necesaria, pues los tratamos como ciudadanos de segunda y no como verdaderos seres humanos, hermanos nuestros en desgracia. Ellos necesitan una atención y cuidados especiales, son seres humanos revestidos de dignidad, con el derecho a que se les trate como tales, así como sus familias tienen derecho a que se les auxilie y favorezca en la pesada carga que les ha tocado vivir.
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