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Opinión

El problema de Tolstoi

A Tolstoi, parece no interesarle la enfermedad, la agonía, ni siquiera la muerte de su personaje

Hesiquio Trevizo
Presbítero

domingo, 17 enero 2021 | 06:00

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«La muerte de Iván Ilich» publicada en 1886, es una novela corta de Tolstói. De las últimas obras del autor; los analistas dicen que esta historia refleja las luchas intelectuales y espirituales que poco tiempo atrás el autor había atravesado en la crisis que tuvo cuando alcanzó los 50 años y que provocó un radical cambio espiritual, por desgracia, equivocado. En la novela los temas tratados son la naturaleza de la vida y de la muerte. La novela fue aclamada tanto por Vladímir Nabókov como por Gandhi como la más grande de toda la literatura rusa.

Hará cosa de nueve años escribí en este espacio dos artículos extensos comentando esta novela. (Febrero 2012). Hoy, teniendo en el corazón y en la oración el sufrimiento de tantos enfermos, intentaré resumir esos artículos con la intención de abrirnos a una esperanza cierta. 

A Tolstoi, parece no interesarle la enfermedad, la agonía, ni siquiera la muerte de su personaje, sino el porqué de todo ello, de toda vida que ha de terminar así. Lo hace hablar, lo deja expresarse, que nos diga él mismo su terror, su dolor, y analiza con cuidado el entorno familiar, social, médico y religioso que le rodea y que va derrumbándose junto con él. Está solo. El lector asiste perplejo a ese drama que bien puede llegar a ser el suyo propio.  

La enfermedad inicia un proceso complejo psicológica y espiritualmente. E Iván Ilich fue sorprendido indefenso en cada paso del proceso, pero su mente conservó la lucidez para el «por qué y el para qué», que lo acompañaron, punzándolo, hasta el final. No se resignó fatalmente ni quiso morir como un animal, mantuvo su rebeldía hasta lo último. «Con el rostro vuelto a la pared padecía en estricta soledad aquellos sufrimientos insolubles, y se sumergía, solo, en sus insolubles pensamientos. ¿De qué se trata, pues? ¿Es verdaderamente la muerte? Y la voz interior le respondía: Sí, es la muerte. Pero ¿para qué estos sufrimientos? Y la voz le respondía: ¡Porque sí! ¡Para nada!». Tal es el absurdo total: nada tiene sentido. 

La esposa se presentó un día para sugerirle la confesión y la comunión; «No te hace ningún daño, y a veces alivia», le dijo. «Él abrió los ojos de par en par. ¿Comulgar? ¿Para qué? No hace falta, sin embargo... Perfectamente, muy bien, dijo él. Cuando el sacerdote vino y lo confesó, se dulcificó; le pareció que estaba aliviado en “sus dudas”. Y, por consiguiente, en sus sufrimientos. Tuvo unos momentos de esperanza». El trazo psicológico es genial; la peor enfermedad es la duda.

Entró la esposa y le preguntó si se sentía mejor. Él dijo que sí. La vio. «El vestido de su mujer, toda su persona, la expresión de su rostro, el sonido de su voz, todo le decía: No es eso; todo lo que hacía vivir, todo aquello de lo que vives, no es más que una mentira que te oculta la vida y la muerte. Y su odio se reanimó, y, con el odio los sufrimientos, la conciencia de la muerte próxima, inevitable. ¡Vete, vete, déjame en paz!».

El último paso se hizo más difícil. El terror aumentaba y sentía que sus tormentos eran el efecto de algo que lo empujaba a un «hoyo negro». Lo que le impedía entrar ahí, en ese agujero, “era el sentimiento de que su vida no había sido buena. A partir de aquel instante empezaron aquellos gritos que duraron tres días sin interrupción, y que eran tan espantosos que no se podía oírlos sin dejar de sentirse turbado, a través de varias puertas cerradas”. Ya no había retorno, era el fin “y sus dudas permanecían incontestadas, sin solución alguna. ¡Ay, ay, ay! –gritaba en tonos diferentes. ¡No quiero, no!– y continuaba con ese último: o….o”. ¡Las dudas!

De pronto sintió como un golpe violento en el costado, como si una fuerza desconocida y potente lo sacudiera. Se cortó la respiración; entonces, vencido, se precipitó en aquel «hoyo negro». En la muerte. Y allá abajo, en el fondo de todo, brilló algo nuevo. «Justamente en aquel instante Iván Ilich cayó, divisó la luz y descubrió que su vida no había sido lo que hubiera debido ser, pero eso podría ser reparado aún. Fue cuando se preguntó ¿qué es eso? Y se apaciguó, prestando oído». Iván Ilich había muerto. Pero alcanzó a percibir el beso de su niño y la presencia de su esposa que lloraba, él ya no podía hablar. Quiso decir: ¡perdona!, pero no pudo.

Todo había terminado, al fin. Su alma, flotando, vio todavía los últimos estertores del cuerpo recién abandonado que se prologaron dos horas más y oyó el llanto de los suyos. «Pero ¿y el dolor? ¿Qué pasó con él? Bueno, ¿dónde estás? ¿Dónde estás dolor mío? Y miró el cuerpo que se sacudía. ¡Ah, helo ahí! ¡Que se quede donde está!  ¿Y la muerte? ¿Dónde está la muerte? Buscó su terror acostumbrado y no lo encontró y, ¿dónde está, qué muerte? No tenía ya miedo porque tampoco la muerte existía ya.

¡En lugar de la muerte veía la luz!¡Qué alegría! Todo aquello para él se produjo en un instante y el significado de ese instante no cambió ya» 

¿Qué se propuso Tolstoi con esta novela genial, quizá lo mejor de su obra?

Lo que atormenta el alma de Iván Ilich es, a la postre, lo que atormentó siempre el alma de Tolstoi; en su personaje confluyen las preguntas y el sufrimiento absurdo del mismo Tolstoi que intentó resolver creando   su propia teología, su propia imagen de Dios. Tolstoi ya había hecho en su vida personal “un cristianismo a la carta”, había roto con todo, burguesía, política, sociedad, religión.  Ante el problema que le plantea el sentido de la vida y de la muerte, crea este personaje, y lo hace sufrir hasta el extremo y vivir con una extraña conciencia psicológica la fatalidad y el proceso de descomposición de su cuerpo en una forma detallada y angustiante, pero no lo sume en la inconciencia animal, deja que la duda y el terror lo atormenten y acompañen hasta el último momento. Al mortal no le queda otra alternativa. Tolstoi quiere que todos nos veamos en Iván Ilich; esa es nuestra suerte.

Iván Ilich no tiene fe; está muerto desde antes. Él es la duda radical de Tolstoi hecha novela, novela plasmada con el material espiritual del autor. Es el alma de Tolstoi la que se asoma en la vida y pasión y muerte de Iván Ilich. Y aquí radica su poder, su permanente actualidad, mientras el hombre sea lo que es, creatura, peregrino en este mundo. La genialidad del autor es que lleva al lector de cualquier tiempo y cultura a esa pregunta radical: ¿qué sentido tienen la vida y la muerte? ¿Para qué todo?; lo hace asistir, como en un in advance a la propia agonía y nos obliga a hacernos las mismas crueles preguntas: «pero, ¿qué significa esto entonces?, ¿para qué?, ¡no puede ser! Es imposible que la vida sea tan estúpida, tan fea, y si es verdaderamente fea y estúpida, ¿para qué hace falta morir….? ¿Y morir sufriendo? Hay algo que no encaja en todo esto».

Este era Tolstoi. Cristo, el cristianismo, deformados según él por la iglesia rusa, no llegaron a tener la fuerza para ayudarle a morir como fue el caso de Dostoievski. En la cita anterior vemos a Tolstoi en una ciega resignación amarga que nada tiene que ver con la Oración del Huerto, es una renuncia total, pero que no es una renuncia cristiana. Para él la muerte es “el pasaje a la nada”. Tolstoi no pudo resolver entre el temor y el amor a Dios, no conoció la esencia del cristianismo. Acuñó la frase genial: «El amén de la humildad»; es una expresión muy afortunada porque el verdadero amén, es decir, la aceptación sin reservas del amor de Dios que es capaz de transformar la misma muerte en vida, aceptar esa voluntad divina por sobre la nuestra, como lo hizo Cristo en el Huerto, es la verdadera actitud cristiana; eso es posible por la humildad. El amén es la renuncia a tener en nosotros mismos el principio de realización y saber aceptar como venida de Dios toda auténtica posibilidad no obstante el claroscuro en que Dios se nos revela. Para el cristiano, la muerte es el paso a la verdadera vida. Este amén nunca lo pronunció Tolstoi, más bien, se decidió por una teología particular para uso privado, una especie de secta, tomando elementos del cristianismo y llegando a una especie de Nirvana. Por eso, el alma de Iván Ilich espera, aún después de muerto, solucionar el problema de la vida que él acepta no fue como debió ser. Pero ya no es tiempo.

Un buen día, 28 de octubre de 1910, tomó el tren con rumbo desconocido y en una pequeña estación ferroviaria, en la estepa rusa, cayó enfermo, y el 20 de nov. murió; le acompañaba su hijo Serguei a quien susurró estas palabras: «Me voy a otra parte, para que nadie me moleste».  Tolstoi no pensó que pasaba a la Vida sino «a otra parte». Iván Ilich es Tolstoi.

Dice la Escritura «Él se hizo hombre, para con su muerte, reducir a la impotencia al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos» (Hebreos: 2,14-15). Tal es la liberación que realiza Cristo. Tolstoi no entendió este amor, es decir, no entendió el cristianismo. Cierto, la muerte no es inmediatamente abolida, pero cambia de carácter. Ese genio imponente se perdió en el camino. 

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