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Opinión

El narcotraficante invisible

En lugares como Ciudad Juárez, el narcotráfico está presente en todos lados, desde la colonia popular hasta los fraccionamientos de élite. Hemos convivido tanto tiempo con esto, que se han convertido en parte de esta sociedad. Solamente el gobierno no los ve

Carlos Murillo
Abogado

domingo, 05 diciembre 2021 | 06:00

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Cuando estaba en la secundaria tenía un compañero muy serio, muy tranquilo; honestamente no recuerdo el nombre, creo que se llamaba Sergio, era muy callado, casi no tenía amigos. Un día nos tocó hacer un trabajo en equipo, así que me invitó a su casa, vivía en la Colonia Margaritas. 

Nunca había reparado en ciertos detalles, pero después puse un poco más de atención. Saltaba a la vista que no batallaba económicamente, Sergio siempre traía ropa nueva y dinero para gastar en la tiendita. Ahí es donde se nota la diferencia y, por supuesto, en otras pistas como la mochila o los cuadernos. En el otro extremo estaba Iván, que no traía ni lonche, menos iba a traer lápices. Había de todo en la secundaria. 

Entonces, Sergio y yo quedamos en ir a su casa saliendo de la escuela para hacer el trabajo en equipo. Nos fuimos caminando. La casa era muy grande, de varios niveles, con un gran patio, muy bonita, pero me sorprendió más ver a una señora vistiendo el clásico uniforme de sirvienta, de esos que salen en las telenovelas. Después vi que no era solo una ¡eran dos empleadas domésticas!, aquello parecía un set de grabación, todo estaba en un orden obsesivo y una pulcritud de asesino serial.

La mayoría de mis amigos y yo andábamos apenas rasguñando la clase media, así que esas visitas eran algo raro. Conocer la vida de quienes están un poco más arriba en la pirámide social es toda una odisea. Comimos en tres tiempos, más el postre. En vajilla completa. Aquello parecía Noche Buena, pero solamente éramos dos comensales en un frío hotel de lujo con piso de mármol.

Al rato llegó la mamá y le pidió a las señoras que bajaran unas bolsas de la cajuela, la señora había comprado un montón de cosas en El Paso. En vez de la tarea, comenzamos a ver un programa de televisión por satélite que, en aquel momento, era un lujo inalcanzable para mí. 

La señora le dijo a Sergio que iba a ir por unas cosas al taller mecánico del papá. En ese momento la escena comenzó a perder sentido ¿un taller mecánico podía dar para tener todo eso? Seguramente sería un negocio gigante con decenas de empleados y cientos de clientes o qué s´E yo. 

Mi compa me dijo, vamos a ir, sirve que conoces la granja que está en el taller. En ese momento todo era confusión, pero, al mismo tiempo era intrigante ¿una granja y un taller? Me imaginaba unos gallineros con un par de vacas o algo así. 

Nos fuimos con la señora en su Ford Bronco, la tapicería de piel tenía ese característico olor a nuevo. El taller que estaba por las orillas de la ciudad, allá por donde se acaba el Eje Vial Juan Gabriel, el negocio era un galerón con un espacio para unos diez autos y unos cuatro empleados que deambulaban entre aceite, refacciones y herramientas tiradas por todos lados, evidentemente, nunca iban a tener un ISO9000. En la parte posterior había un terreno inmenso, al fondo había una pequeña casa con diseño rústico, donde el papá tenía su oficina.

En el lado derecho del terreno había unas caballerizas con unos diez espacios, de donde se asomaban las cabezas de unos preciosos cuacos cuarto de milla. A un lado de aquella construcción, un poco improvisadas, había unas jaulas hechas con malla ciclónica, donde había varias especies raras, entre ellas había un par de pavorreales, un puma, un coyote y un cachorro león. Esto no es una granja -pensé-, esto es un zoológico. Jamás había visto algo así. 

Después de unos minutos, salió la mamá de mi amigo y nos dijo que era hora de irnos. Esto me parecía inaudito. Por alguna razón, recordé una plática con Sergio, él me había dicho que el papá le sentenció que solamente estudiaría hasta la secundaria y después se pondría a trabajar con él. Eso me recordó a otro amigo de la primaria, Rafael, su familia tenía varias Michoacanas y el papá le había dicho lo mismo, al terminar la primaria se iba a hacer cargo del negocio.

Sin hacer el trabajo en equipo, nos despedimos y yo me fui en rutera a la casa. Cuando llegué le platiqué a mi papá y casi, casi, le sugerí que pusiera un taller mecánico, a mis doce años había aprendido que esa era la clave para tener abundancia.

Mi papá me escuchó hasta el final y me dio una orden: no le digas a tu mamá y no vuelvas a ir a esa casa, luego te explico por qué y se fue. La respuesta fue tan tajante y sorpresiva que me quedé pasmado. Bueno -pensé- de poner un taller mecánico ni hablamos pues. El resto del ciclo escolar tuve que inventar varias charras para evadir a mi compa, decir mentiras me permitía cumplir la orden marcial.

Mi papá nunca me explicó, lo deduje años después, cuando me encontré con varias situaciones similares; la fórmula era muy parecida, gente en abundancia con negocios fuera de lo común y lujos excesivos, señal de que algo no está en su lugar. En Juárez es fácil llegar a lugares así, con personas así. 

Recientemente, el libro “Emma y las otras señoras del narco”, escrito por Anabel Hernández, detonó el morbo de la opinión pública por las supuestas relaciones entre narcotraficantes y artistas. Nada nuevo. En lugares como Ciudad Juárez, el narcotráfico está presente en todos lados, desde la colonia popular hasta los fraccionamientos de élite. Hemos convivido tanto tiempo con esto, que se han convertido en parte de esta sociedad. Solamente el gobierno no los ve.

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