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Opinión

El fin del mundo en sentido físico: obra del hombre*

Hay un número de cosmólogos que opina que el universo existió siempre, que se transforma y evoluciona continuamente y, por lo tanto, es un universo sin principio ni fin

Hesiquio Trevizo
Presbítero

domingo, 28 noviembre 2021 | 06:00

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Por estos días, fin de año, la liturgia católica nos pone ante textos apocalípticos, textos del fin del mundo. Hay un número de cosmólogos que opina que el universo existió siempre, que se transforma y evoluciona continuamente y, por lo tanto, es un universo sin principio ni fin. Creen explicarlo a base de gravitación, de fuerzas eléctricas y magnéticas: excepción hecha, por supuesto, del factor básico de que exista alguien o no exista nada ni nadie, una cuestión que esa corriente trata de soslayar. ¿Qué decir de esto?

La mayoría de los cosmólogos acepta hoy el supuesto de que nuestro universo no es ni estable, ni inmutable, menos aún, eterno: un “mundo entre el principio y el fin” (H. Fritzsch). Lo más que se discute es la cuestión de si la expansión del universo, que comenzó con el Big Bang, continuará perpetuamente o cesará alguna vez, para dar paso de nuevo al período de contracción. ¿Continuará eternamente la expansión del cosmos? Ésa es la cuestión, luego de descubiertas, en 1992, las más antiguas estructuras (fluctuaciones) del universo.

La primera hipótesis parte de un universo que “vibra” u “oscila”, lo que no se ha podido comprobar hasta ahora: en un momento determinado, se piensa, la expansión se hará más lenta; luego cesará del todo y empezará la contracción, de manera que el universo se irá reduciendo en un proceso que durará miles de millones de años y las galaxias, finalmente, chocarán unas contra otras hasta que, posiblemente, se habla de por lo menos 80 mil millones de años después del Big Bang, desintegrándose los átomos y núcleos atómicos en sus elementos constitutivos, se produzca otra vez una gran explosión, el Big Crunch, la explosión final. Entonces podría surgir, quizás, con una nueva explosión, un nuevo universo. 

La segunda hipótesis, que suscriben la mayoría de los astrofísicos, es la siguiente: la expansión progresa constantemente sin llegar a la contracción. También evolucionan las estrellas: el sol, tras un pasajero aumento de claridad, se apagará. En un último estadio de la evolución de las estrellas surgirán, según la magnitud de su masa, las “enanas blancas”, de escasa luminosidad, o bien, tras una explosiva expulsión de masa, “estrellas de neutrones” o posiblemente “agujeros negros”. Y si se formasen estrellas y generaciones de estrellas a partir de la materia transformada y expulsada del interior de las estrellas, también se realizarán en ellas otros procesos nucleares en los que, finalmente, la materia del interior de las estrellas quedará reducida por combustión a “ceniza”. En el cosmos se abrirán lentamente camino el hielo, la muerte, el silencio, la noche absoluta.

“¡Pero no nos asuste con algo que sucederá, si acaso, dentro de 80 mil millones de años!”. Bien. Pero el problema del hombre medio de hoy no es tanto el final de nuestro universo, cuya inmensa extensión temporal y espacial no podían ni imaginar, como es natural, las generaciones bíblicas, sino que el problema es el fin del mundo para nosotros: el final de nuestra tierra, más exactamente, de la humanidad: fin del mundo en tanto que final de la humanidad: y por obra del hombre.

Hay muchos que, en vista de tantas catástrofes como suceden en el mundo, guerras, hambre, terremotos, catástrofes naturales, pandemias y otras enfermedades más persistentes y mortales, citan la terrible y angustiosa visión del N. T., con la que infunden temor también a otras personas: “Oiréis hablar de guerras, y los rumores de guerras os quitarán la calma. ¡Cuidado, no os alarméis! Porque eso tiene que suceder, pero todavía no es el fin. Pues se levantará nación contra nación, y reino contra reino, y habrá en diversos lugares hambre y terremotos. Pero todo ello será solo el comienzo del alumbramiento… Inmediatamente después de los días de la gran tribulación, el sol se oscurecerá, la luna perderá su resplandor; las estrellas caerán del cielo y las fuerzas de los cielos se bambolearán”. (Mt. 24, 6-8.29).

En efecto, no hace falta hoy leer “historias apocalípticas” ni ver películas de catástrofes para saber que somos, en lo que abarca la memoria humana, la primera generación que es capaz, por la liberación de la fuerza nuclear, de poner fin a la humanidad. La falla, relativamente insignificante, de Chernobil, Fukushima (o Laguna Verde), nos hizo ver lo que puede acarrear una guerra nuclear de gran estilo: la tierra dejaría de ser habitable. Hoy se teme más a “pequeñas” guerras atómicas entre los pueblos fanatizados por las ideologías nacionalistas y religiosas, y teme sobre todo el colapso del medio ambiente que podría destruir asimismo nuestro planeta: calentamiento global, exceso de población, catástrofe de deshechos, agujero de ozono, aire contaminado, subsuelos envenenados, lagos insalubres por exceso de abonos, agua no potable… Visiones apocalípticas que, sin duda, pueden convertirse en realidad. 

Pero, quien lee lo que dice el N. T. sobre las calamidades postreras, sobre el oscurecimiento del sol y de la luna, sobre la caída de las estrellas y las sacudidas de los cuerpos celestes, y cree tener ante él unos datos precisos del fin del mundo, o, al menos, del fin de nuestro planeta, no ha comprendido estos textos. Esas visiones son, sin duda, una enérgica advertencia a la humanidad y a cada individuo para que se den cuenta de la seriedad de la situación. Pero si no queremos hacer deducciones precipitadas acerca del fin del mundo consideremos lo siguiente: así como “en el principio” bíblico no es un reportaje sobre lo que pasó, así la escatología bíblica tampoco es un pronóstico de lo que sucederá al final. Y así como los relatos bíblicos sobre la obra creadora de Dios se extrajeron del substrato mítico de entonces, los de la obra final de Dios proceden igual de las ideas apocalípticas de aquel tiempo. La Biblia habla aquí un lenguaje científico, sobre hechos objetivos, sino un lenguaje figurado, metafórico: no revela determinados acontecimientos, sino que los interpreta. 

Es indudablemente se entenderían mal las imágenes y visiones apocalípticas del fin del mundo si se viera en ellas determinadas informaciones sobre “el final” de la historia del mundo. ¡Cuántas sectas y cuántos grupos fundamentalistas creen poseer en la Biblia una hoja de ruta! Y qué peligroso sería que otro presidente americano empezase otro combate bíblico final, llamado “Armagedón”, contra el “reino del mal”. No: todas esas predicciones bíblicas no pueden ser para nosotros un guion del último acto de la tragedia de la humanidad, y no contienen especiales “revelaciones” divinas que puedan satisfacer nuestra curiosidad relativa al fin del mundo. En esos relatos, el hombre no se entera, con infalible exactitud, de lo que le espera a él en particular, ni de qué sucederá en concreto. Ni los “inicios” ni “el final” son accesibles a la experiencia directa. Ni de los “tiempos primeros” ni de los “tiempos finales” existen testigos humanos. Del mismo modo que no se nos ha dado una extrapolación científica, inequívoca, así tampoco se nos ha dado un pronóstico exacto, profético, del futuro definitivo de la humanidad, de la tierra, del cosmos. Jesús mismo fue muy prudente al respecto, igual que la apocalíptica cristiana. Jesús dice que “respecto al día y la hora, nadie lo sabe, ni los ángeles, ni el Hijo, sino solo el Padre”.

Por tanto, tampoco el teólogo tiene un saber privilegiado a este respecto. Pero sí puede interpretar las metáforas del fin del mundo. Las imágenes y los relatos del principio y del fin representan lo que no se puede averiguar por medio de la razón, lo que se espera y lo que se teme. Lo que dice la Biblia sobre el fin del mundo es un testimonio de fe sobre la consumación del quehacer de Dios en cuanto a su creación. El mensaje dirigido a la fe reza: lo mismo que al principio del mundo, al final del mundo tampoco estará la nada, sino Dios. Ese final anunciado en la Biblia no debe ser considerado como una catástrofe cósmica, evidentemente, ni como un cese súbito de la historia de la humanidad. Ese final tiene, según la propia Biblia, dos aspectos: final de lo viejo, caduco, imperfecto, malo, y perfección mediante algo nuevo, eterno, perfecto; por eso habla la Biblia de una nueva tierra y de un cielo nuevo donde habite la justicia. De ello se infiere lo siguiente: los asertos bíblicos sobre el fin del mundo tienen autoridad no como datos científicos acerca del fin del universo, sino como testimonio de fe sobre la gran meta del universo, una meta que está en Dios, una meta que la ciencia no puede ni confirmar ni refutar porque se basa en la fe, en la confianza razonable, en la esperanza. Por tanto, prescindimos sin más de querer armonizar lo dicho por la Biblia con las diferentes teorías científicas sobre el principio y fin del mundo. No; “Nosotros vivimos aguardando que se cumpla la feliz esperanza y que venga del cielo N. Salvador Jesucristo”, dice Pablo a su compañero Tito. (2,13). Tal es en esencia la esperanza que define al cristianismo. 

*Ver: Hans Kung. Credo. 

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