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Opinión

Cultura de la paz para el buen vivir

El cuidado de las palabras

Hace algunos años enfermó la madre de Isabel, una compañera de trabajo. Ella se lo compartió de manera confidencial a Lucía, nuestra jefa, quien es su amiga

Fátima Silva Contreras

lunes, 01 marzo 2021 | 06:00

Hace algunos años enfermó la madre de Isabel, una compañera de trabajo. Ella se lo compartió de manera confidencial a Lucía, nuestra jefa, quien es su amiga. Su intención era explicarle que necesitaría algunos permisos para acompañar a su madre al médico. 

Aunque la relación entre compañeros es buena, Isabel suele ser muy reservada con su vida personal y decidió no decir nada con el resto del equipo, pero Lucía nos lo contó. Ella creyó que si todos sabíamos la podríamos apoyar desahogándola de trabajo, estando al pendiente de su estado de ánimo, y comprendiendo si algún día se iba temprano. 

Pero, aunque la intención fue buena a mí no me pareció correcto enterarme de algo que finalmente Isabel no había querido compartir conmigo. Además, se me pidió guardar silencio: “no le digas que te dije, ella no sabe que todos saben”. También me pregunté si sucedía lo mismo conmigo, es decir, si todo el equipo sabía de situaciones personales que yo había compartido con Lucía.

Debieron pasar cuatro meses para que Isabel nos contara a todos lo que le sucedía. La situación fue terriblemente incómoda para mí, mientras ella se expresaba todos ponían cara de sorpresa. Sin pedirlo, me volví cómplice de una mentira.

Me di cuenta de que Isabel necesitó tiempo para procesar la información y acomodarla en su corazón antes de poderla expresar. Una vez que ella tuvo claridad sobre su pensar y sentir estuvo lista para externarlo. A mi parecer, su proceso y decisión merecían respeto y eso debía estar por encima de las mejores intenciones de Lucía al ponernos al tanto.

Al año siguiente fui yo quien se enfrentó una situación personal delicada. Traté de ocultarlo pues no deseaba ser yo quien ahora protagonizara el secreto a voces, no quería llegar a la oficina todos los días preguntándome quiénes sabían y qué sabían. Además, la información cuando no es de primera mano se tergiversa. 

Después de pensarlo, decidí hablar con Lucía no sin antes explicarle cómo me había sentido cuando nos contó sobre Isabel, temí su reacción, por lo que comencé haciendo hincapié en que entendía por qué lo había hecho y que lograba ver su buena intención: ofrecerle apoyo y comprensión. 

Lucía lo tomó a bien, agradeció mi sinceridad y el que pudo darse cuenta de que, tratando de cuidar, vulneró. 

Irónicamente, cuando por fin fui capaz de externar con algunos allegados lo que me sucedía, estos me hicieron comentarios que me llevaron a cerrarme nuevamente. Escuché frases trilladas que las personas repiten sin preguntarse de dónde vienen y otra vez fui testigo de cómo con buenas intenciones también podemos lastimar. 

Existe la mala costumbre de buscar culpables y sin quererlo hacemos pasar un mal rato a quien de por sí se vive en una situación compleja. Yo me viví incomprendida, juzgada y hasta responsabilizada. Me di cuenta de que necesitaba fuerza para poder hacer frente a comentarios imprudentes o a cuestionamientos infundados, pero en medio de todo lo que me sucedía no la tenía. Había que madurar el proceso y esperar a estar lista para hablarlo.  

No pretendo con esto decir que lo mejor es que Isabel o yo nos quedemos calladas por siempre, por el contrario, el tiempo que viví en silencio fue sumamente duro, sin embargo, apelo a la comprensión y respeto por el tiempo y procesos personales, por la construcción de relaciones de confianza. Reclamo el derecho que tengo de encontrarme con el otro en un momento íntimo y contarle de primera mano mi sentir, cuando yo lo desee, si es que lo deseo. Abogo por la empatía, por cuidar nuestras palabras para facilitar que las personas que amamos se sientan realmente acompañadas y no juzgadas o vulneradas en su confidencialidad. 

Cuida tus palabras y estarás cuidando al otro. 

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