Opinión

Doña Rosario

Pocas veces como ahora el Senado de la República ha otorgado tan justamente la medalla Belisario Domínguez

Luis Javier Valero Flores
Analista

jueves, 10 octubre 2019 | 06:00

Pocas veces como ahora el Senado de la República ha otorgado tan justamente la medalla Belisario Domínguez. Al designar a doña Rosario Ibarra de Piedra como la receptora de este año lo hace en una de las personas que más honor le hicieron al espíritu de la creación de la medalla, creada para justipreciar a quienes, usando la palabra, se alzaran contra la opresión y la tiranía y clamaran por la justicia, y hablaran por quienes no podían hacerlo, para acompañar a otras madres que clamaban por sus propios desaparecidos, hijos, hermanos, esposos, padres, hijas, hermanas, esposas. 

Ese reclamo lo hicieron sin parar durante décadas.

Al entregarle la medalla a doña Rosario, se homenajea a toda una generación de jóvenes que por la vía de las armas –dicho así, sin eufemismos– pretendieron derrocar a un régimen de oprobio cuya mejor evidencia de tal calidad la constituyeron sus propios casos, sus desapariciones; el doloroso peregrinar de sus familiares, especialmente de sus madres, que exigían la presentación con vida de sus desaparecidos, la mayor parte de ellos a manos de fuerzas del Estado mexicano y que las autoridades se comportaran con pleno apego al marco legal existente, porque éstas no tenían derecho a la venganza, o al ejercicio de la justicia por propia mano.

En todo ello fue pilar fundamental doña Rosario. No cejó todavía hoy, a sus 92 años, le sigue exigiendo al Estado mexicano la presentación con vida de su hijo, Jesús Piedra Ibarra, militante de la Liga Comunista 23 de Septiembre, quien como otros muchos cientos de jóvenes de la década de los 70 que encontraron cerradas las puertas de la participación política, de la participación ciudadana, en un régimen cuyas principales divisas eran la corrupción, la demagogia, el autoritarismo y la represión, se lanzaron a enfrentarlo en la forma más extrema en la cual se puede intentar derrotar al régimen.

Lanzada brutalmente a la participación política, doña Rosario fue tejiendo paso a paso una red de dolor, fundamentalmente la de las madres-hermanas-esposas de los desaparecidos políticos del régimen. 

No fue fácil, primero había que vencer las resistencias y el miedo de ellas ante el continuo hostigamiento del régimen, además de la permanente campaña oficialista para señalar a los “muchachos”, –como las mamás se referían a ellos– como guerrilleros, terroristas, asesinos, asaltabancos, todos dichos con un tono despectivo y no, como así era, como adversarios del régimen.

Y en ese entorno, convencer a que no obstante la pretensión de alzarse en armas, los militantes tenían derecho a ser juzgados y las autoridades tenían la obligación, como la tienen todas, a actuar con pleno respeto al Estado de Derecho y de ninguna manera, como desgraciadamente sucedió en cientos –acaso miles– de casos, en los que las ejecuciones extra legales fueron la norma.

Su lucha, junto a otras muchas más, pero debemos destacar ésta porque ante el problema de los desaparecidos, las autoridades no actuaban como ante el resto de problemas sociales que les pudieran plantear los ciudadanos. No, en este caso actuaban hasta con revanchismo, era lo relacionado con los adversarios del régimen y así actuaron ante las doñas. 

Fueron derrotados, doña Rosario fue candidata presidencial en dos ocasiones, senadora y en los inicios del periplo presidencialista de López Obrador pronto se sumó.

Ya antes había estado cerca de Cuauhtémoc Cárdenas.

Así, a pesar de que no estamos ante la aparición de un nuevo régimen, la llegada del Gobierno de la 4T ha traído al escenario nacional una infinidad de temas que de otro modo no se hubiesen constituido en parte esencial de la agenda nacional. También los protagonistas van cambiando de a poco.

La imposición de la medalla Belisario Domínguez a doña Rosario Ibarra es uno de ellos y no hay más que congratularse, aunque no haya, quizá, mucho tiempo para el festejo; somos un país en el que los desaparecidos –aunque por otras razones directas y probablemente por las mismas razones de alguna manera indirectas– se cuentan por decenas de miles.

El México que hoy homenajea a Doña Rosario es un inmenso cementerio clandestino, enmedio de una inmensamente cruenta ola homicida, en el que los límites entre las bandas criminales y las fuerzas policiales se pierden en un mar de corrupción y en el que los delincuentes de cuello blanco colocan a los suyos en los puestos más importantes del Poder Judicial, seguramente como antes, como siempre, la diferencia será que ahora nos damos cuenta.

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