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Opinión

Corina

La realidad es que todos tenemos cierta libertad hasta que el Estado la limita. Entre los cuerpos inhumados, probablemente hay migrantes sin ningún registro de identidad o personas que fueron abandonadas por sus familias

Carlos Murillo
Abogado

domingo, 17 octubre 2021 | 06:00

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Estudié un año y medio en la secundaria estatal número dos, luego me invitaron a cambiarme por mi bien y el de mis compañeros, al menos eso le dijeron a mi mamá. Entré en 1992, el año de la transición democrática en Chihuahua. Bueno eso ya no importa. El caso es que estaba en el primero F. En aquel tiempo, solían poner a los estudiantes con los mejores promedios en el grupo A, a los siguientes en el B y así sucesivamente. Pues yo estaba en el último por obvias razones; hoy, eso sería discriminación. La transición de la primaria a la secundaria es un paso gigante para un adolescente. Mi hermana y yo hicimos la primaria en el Colegio del Valle, una escuela que estaba en una vieja casa del centro, a espaldas de la Nevería Acapulco, en las calles de Vicente Guerrero y Perú. Cuando nos graduamos de la primaria, solo un amigo se fue a la estatal dos, Gerardo -hace poco me lo encontré en la fila del banco-; pero no quedamos en el mismo grupo. A la mitad del año escolar, llegó una nueva compañera, su nombre era Corina, una niña tímida de tez blanca, casi pálida, ella tenía el pelo negro corto, era una niña con la silueta espigada, nunca conocí su historia, ella solamente hablaba con otra niña del salón. En la clase de educación física, recuerdo que solo unos cuantos jugábamos basquetbol. Por cierto, había un conserje que aventaba la pelota de extremo a extremo de la cancha y metía el balón como los Harlem Globetrotters, aquel equipo ochentero de jugadores que hacían un show como exhibición. Recuerdo que un día nos pusieron en equipo para jugar y a varios nos tocó con Corina, pero ella nunca dijo una palabra,  ni se movió, solamente nos escuchaba. Por una razón desconocida, uno o dos meses después de su llegada, Corina dejó de ir a la escuela. Conforme fuimos creciendo, se fueron quedando atrás las personas como fantasmas. Hace poco más de tres años, unos cinco o seis excompañeros nos encontramos en un grupo de Facebook de la estatal dos, creo que alguien publicó “quién de la generación 92-95”; ahí se encendió la chispa y comenzó una fiebre por sumar al grupo a más chavorucos, poco a poco comenzaron a responder otros más y alguien inició una conversación por el chat de messenger; al calor del entusiasmo hicieron planes de un gran reencuentro, al que finalmente fueron cuatro o cinco; la mayoría vive en El Paso, así que propusieron una reunión allá. Mientras se organizaban, había pláticas sobre otros compañeros; fulanito se fue a Houston, perenganito falleció en un accidente, -decían-; había decenas de historias, muchas de éxito en negocios o carreras en grandes empresas. Por mi parte, ni modo de platicar sobre mis cuates que la única pista que recuerdo es que terminaron en una clínica de rehabilitación o que cayeron al botiquín. Fui de los que nunca contestaron, ni, sí; ni, no; pero todo leía. Es irónico, pero convivimos muchos en la secundaria, conozco la vida de pocos y, en realidad, la única intriga que tengo es sobre Corina ¿qué pasó con ella? Hay una escena extraordinaria de la película clásica El Ciudadano Kane, cuando el reportero que investiga sobre “rosebud" -la última palabra que dijo el magnate-, llega con un colaborador íntimo, quien contesta que desconoce el significado, pero agrega que la mente es fantástica, entonces recuerda que, en su juventud, el entrevistado subió a un tren y vio a una mujer que le llamó la atención poderosamente, cruzaron una mirada, pero tan solo fue un instante y nunca la volvió a ver, sin embargo, varias décadas después recuerda aquel momento como si acabara de suceder. Así es la mente, nos lleva a lugares que jamás creímos recordar, pero que se quedaron alojados en una gaveta neuronal sin clasificar. 

Hace unos días, leí una noticia que daba cuenta de la inhumación de varias decenas de cuerpos no reclamados a las autoridades, cada uno es una historia y cada historia es una tragedia. En las clases de derecho una vez nos preguntó un maestro ¿a quién le pertenece el cuerpo de un difunto? La pregunta llevaba jiribilla, ya que, la regulación sanitaria, obliga a cremar o sepultar, en ese sentido el Estado decide qué hacer, pero la familia dice cómo hacerlo, la muerte es un proceso cultural. En fin, la realidad es que todos tenemos cierta libertad hasta que el Estado la limita. Entre los cuerpos inhumados, probablemente hay migrantes sin ningún registro de identidad o personas que fueron abandonadas por sus familias, quizás por enfermedades mentales, problemas de adicciones, por miedo a la venganza o por otras razones desconocidas. Entre estos casos, sobresale el de una pequeña con parálisis cerebral que falleció en el Hospital del Niño después de una prolongada estancia, pero resulta que nunca conocieron su nombre, ni reclamaron el cuerpo; durante meses, la niña sin nombre esperó en el frío de la morgue y nadie llegó. Pero los derechos humanos dicen que todas las niñas y todos los niños tienen derecho a un nombre, algo tan lógico y cotidiano que le fue negado a esta niña por el infortunio de nacer en este mundo con todas las vulnerabilidades conocidas y, por tanto, víctima de todas las violencias. Por alguna extraña razón, en silencio pensé que debería tener un nombre, así que en mi mente saltó como un resorte el recuerdo de Corina, creo que es bonito nombre. Seguramente usted tendrá otra opción en mente, podría ser que, esta niña, en vez de no tener nombre, tenga cientos de nombres, que cada quien le ponga uno y que después, en su memoria ayude a un niño en situación de violencia. Esto sería hacerle honor a la vida de Corina y así tendrá otro final, porque nos permitió reflexionar y nos da la oportunidad de ser algo que pocas veces somos: humanos. 

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