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Opinión

Chivo expiatorio

Hace unas semanas, Rosario Robles se asumió como rehén del Gobierno federal por no allanarse a ser testigo colaborador de la FGR en el caso de la llamada Estafa Maestra

Jorge Fernández Menéndez
Analista

jueves, 26 noviembre 2020 | 06:00

Ciudad de México.- Hace unas semanas, Rosario Robles se asumió como rehén del Gobierno federal por no allanarse a ser testigo colaborador de la FGR en el caso de la llamada Estafa Maestra. Esta semana, la exsecretaria de la Sedesol y la Sedatu comprendió que, más que rehén, era chivo expiatorio de quienes fueron algunos de sus compañeros de equipo y gabinete en el gobierno de Enrique Peña Nieto.

Cuando estaba concluyendo el sexenio pasado, Rosario estaba convencida de que nada le sucedería, de que no tenía cuentas legales (sí políticas, pero aseguraba que no legales) de las que dar cuenta, que, además, había un acuerdo de la administración saliente con la entrante para no judicializar esos desencuentros y manejos políticos.

En el caso de Rosario, la ruptura con López Obrador era añeja: Rosario era la jefa de Gobierno que operó abiertamente en el año 2000 para que Andrés Manuel, entonces muy cercano a Rosario, ganara por estrecho margen a Santiago Creel en la Ciudad de México, en medio de la ola foxista en todo el país.

De allí, Rosario pasó a presidir el PRD, pero también desde entonces comenzó una carrera que terminó mal: ambos, Andrés Manuel y Rosario, aspiraban a la candidatura presidencial del PRD para el 2006. En esa carrera debe inscribirse el episodio de los videoescándalos que, en cualquier otra circunstancia, le hubieran costado la Jefatura de Gobierno a López Obrador y hasta la cárcel a algunos de sus colaboradores. En cambio, la que terminó fuera del PRD, de la presidencia y del partido, fue Rosario.

Rosario pasó por un período de ostracismo político y comenzó a trabajar con Peña Nieto en el Estado de México, con su mejor arma, la sensibilidad social de sus orígenes de izquierda aunado a la capacidad de operación. Cuando Peña fue presidente, la Sedesol fue una posición lógica para un personaje como Rosario.

Pero el gabinete de Peña estaba dividido desde antes de asumir el poder, básicamente entre el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, y el de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong. Rosario estaba, por formación y experiencia, mucho más cerca de Osorio que de Videgaray. Y esa distancia sólo se acrecentó con el paso de los años. Tuvo momentos de altas y bajas, y cuando a causa de la operación política en el límite que tenía como encargo presidencial comenzó a sufrir denuncias en su contra, llegó aquel “no te preocupes, Rosario”, que pronunció públicamente el presidente Peña y que, de alguna forma, la marcó.

Cuando faltaba un año para las elecciones presidenciales de 2018, en los comicios del Estado de México las posibilidades de Alfredo del Mazo de ganarle a Morena eran, por lo menos, escasas. Peña no podía perder su estado. La operación política, que requiere, siempre, intuición política, conocimiento del terreno y también mucho dinero, quedó, en parte, en manos de Rosario. La noche de la estrecha victoria en el Edomex se festejó en Los Pinos, pero la división interna estaba más marcada que nunca y no para todos la de esa noche fue una victoria. Los más cercanos a Osorio, como Rosario y otros en el gabinete, pensaron que ese resultado los acercaba a la candidatura presidencial. Se equivocaron. El presidente Peña, pasada la elección en su estado, comenzó a jugar con otras cartas y otras posibilidades.

Lo cierto es que el candidato fue José Antonio Meade, y Luis Videgaray, que había tenido que dejar la Secretaría de Hacienda por haber organizado aquel encuentro con Trump en Los Pinos, terminó como canciller y con Trump en la Casa Blanca. Rosario tendría que haber comprendido desde entonces que, con la designación de Meade, con quien tenía una muy mala relación (difícil encontrar dos concepciones de la vida y la política más disímiles que las de Meade y Robles), tarde o temprano se quedaría sin apoyo.

No lo entendió: hasta los últimos días del gobierno de Peña, Rosario creía que el compromiso de protegerla de los colapsos postsexenales se cumpliría a rajatabla. No fue así, y fue la primera pieza en caer. Más allá de las pruebas legales, endebles en su momento, creo que desde el Gobierno federal y desde la Fiscalía comprendieron mejor que la propia Rosario la sicología de buena parte de la administración saliente: no había lealtades, sino una suerte de sálvese quien pueda que la dejaron en el desamparo político, personal, jurídico y económico.

En el complejo juego de traiciones, Rosario era una pieza débil, la más débil, y de las más apetitosas, porque, paradójicamente, era de las que más información tenía. Mientras Peña Nieto no salió jamás en su defensa, los propios operadores de Rosario se ofrecieron voluntariamente para crucificarla.

Era inevitable que diera el paso que dio. La combinación de la inflexible prisión preventiva con la congelación de cuentas ha demostrado romper muchas voluntades y acabar con las escasas lealtades internas del peñismo. Comparado con lo que puede decir Rosario Robles, el caso Lozoya es pecatta minuta.

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