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Opinión

Cavilaciones desde el aislamiento

Es algo raro, pero de pronto supe que estaba ahí por algún tipo de sexto sentido. Pienso que así se anuncia la muerte, de pronto sabes que hay algo que te pone en peligro ¿será acaso un instinto de la naturaleza?

Carlos Murillo
Abogado

domingo, 23 enero 2022 | 06:00

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Según las Naciones Unidas, en casi dos años de pandemia se han acumulado 346 millones de casos de Covid en el mundo. Los expertos dicen que esa cifra se multiplica por 10. Si el Covid fuera una nación, sería del tamaño de Estados Unidos. Cuando uno lo ve así, en los números globales, la vida humana parece no tener tanto valor. Pero la enfermedad es un mundo aparte, son millones de historias distintas. Desde el paciente cero que salió de Wuhan -¡malahaya sea la hora que se comió la sopa de murciélago!-, hasta los últimos contagios de la cuarta ola por Ómicron, se han escrito una miríada de historias. Cada una es distinta. Entre todas esas ópticas, ahora puedo escribir la mía. Me infecté de Covid el domingo pasado. Casi dos años evadiendo el virus y ahora me tocó a mi. El Sars-Cov-2, como se le conoce a la enfermedad, llegó primero como un presentimiento. Es algo raro, pero de pronto supe que estaba ahí por algún tipo de sexto sentido. Pienso que así se anuncia la muerte, de pronto sabes que hay algo que te pone en peligro ¿será acaso un instinto de la naturaleza? Tras las latencias, de forma súbita se agolparon los síntomas, de pronto, un dolor en la garganta, fiebre, cansancio y un cosquilleo caliente que recorre el sistema nervioso. Ya está aquí -pensé-. Hay tantas cosas por resolver, pero el estado de shock provoca una pausa en la razón. Es como un espasmo de la mente, un apretón. Casi siempre, la pregunta lógica es ¿dónde me contagié? Y no es para tomar ninguna medida, es simplemente para tener un culpable, es la primera etapa de una cadena de malos momentos de ansiedad. Buscamos culpables para no ser culpables, eso desfoga la energía que se acumula. Pero pudo haber sido en cualquier lugar, en realidad es absurdo saberlo, ya no importa ¿o importa al paciente de cáncer saber por qué se enfermó? No. Después, la atención se concentra en mantenerse en pie. En esta situación, hay un virus que desea sobrevivir en el cuerpo y hará todo lo posible por crecer hasta controlar los pulmones. Del otro lado, está el organismo que se defenderá con los recursos que tiene al alcance. Los síntomas aparecieron por la noche; no hay mucho que hacer por el momento. Comienza una lucha por bajar la temperatura. Si tuviera un termómetro digital marcaría 38 grados en una pantalla en rojo. Pero no hace falta tanta tecnología para saber que la calentura avanza, la piel es el mejor indicador. Ya he tomado las pastillas que recomiendan en todos lados, ahora intentaré bañarme. El agua es un remanso que permite resetear el sistema nervioso. Pienso en las posibilidades, quizá sea solo unas horas y después todo se arregla, no creo que dure más. ¿Y si sí? Estoy vacunado, pero eso no garantiza nada, solo disminuye el riesgo de fatalidad. Ya comienzo a decirle fatalidad como eufemismo de muerte. Si hay un olor a la muerte seguramente es el azufre, pero también la fiebre huele a muerte. Por lo pronto, hay que contener los síntomas, no hay de otra. Al salir siento un alivio momentáneo. Después viene el siguiente paso, intentar descansar y dejar que pase el primer día. A la mañana siguiente, el malestar sigue ahí, por momentos la fiebre se asoma y después desaparece. Al menos no es permanente, tengo los ojos rojos, parece que por dentro hay una gran revolución en marcha. Comienzo a desprenderme del cuerpo, hablo de los síntomas como si se tratara de una cosa ajena, como si fueran dos fuerzas que se debaten mientras yo observo. Tras enunciar la lista de los síntomas, el joven médico no pudo ocultar el susto. Durante dos años lo han repetido incansablemente, tener obesidad es una condición de riesgo. Las indicaciones del galeno suenan como las instrucciones para usar la máscara de oxígeno en un avión. La cosa se puede poner grave. No hay de otra más que aislarse y sentarse en un sillón a esperar que el cuerpo responda. Junto a mi está un termómetro y un oxímetro todo el tiempo, el primer día, la oxigenación estuvo en los límites de lo más bajo, la pantalla monocromática indicaba 92, en algún momento llegó a 90. Sería muy raro que algo me pase, tengo la vacuna. Pero ¿y si sí? Tanta gente se ha ido por el Covid o por secuelas, nadie lo puede saber. Me preguntan cómo te sientes, la respuesta es bien, con síntomas leves. Solo a los pendejos les va mal, ni siquiera así pienso que me vaya mal. Pero los demonios andan sueltos, hay mucha gente infectada. Entre los momentos de ansiedad hay pocos chispazos de razón. Esta enfermedad parece ir ganando. Hay algo que sigue ahí y el oxímetro en una extensión de mi dedo índice. La gente que se fue pasó por esto, se complicó y no hubo tratamiento que le salvara el pellejo. Ricos, pobres, viejos, jóvenes, la pandemia se llevó a los que se tenía que llevar. La segunda noche tuve ese sudor frío que anuncia otra batalla. En la ventana, la muerte se vuelve a asomar. Tras las primeras 72 horas, el tiempo parece jugar en los dos bandos, si las incomodidades continúan podría llegar al hospital y de ahí pocos salen. No solo se trata de una enfermedad biológica, es también un juego psicológico que raya en lo siniestro. ¿Qué pasaría si esto no va bien? La mente de pronto comienza a apostar contra la casa y el mundo se vuelve un pañuelo gris, sin esperanza. El encierro es canijo, pero no todos pueden darse ese lujo. En la calle se libra otra epopeya, no contagiarse a pesar de que el hormiguero se extiende. El reloj se mueve lentamente, mientras Netflix me pregunta si sigo aquí. Sí, aquí sigo. El cuarto día amanecí mejor, por fin el oxímetro dejó la frontera del 92. La fiebre se ha ido por fin y el cuerpo regresa poco a poco a la normalidad. El virus no se ha ido, pero ahora parece haber perdido la fuerza con la que comenzó. Millones de personas vivieron una historia como esta, pero no todos tuvieron la fortuna de contarlo.   

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