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Opinión

Buena conciencia

Una de las cuestiones capitales referente a la actividad del hombre moderno es la conciencia. No se trata de algo que ha surgido ahora, en nuestro tiempo

Hesiquio Trevizo
Presbítero

domingo, 24 octubre 2021 | 06:00

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“Tengo la conciencia

Tranquila.” 

AMLO

Una de las cuestiones capitales referente a la actividad del hombre moderno es la conciencia. No se trata de algo que ha surgido ahora, en nuestro tiempo. Es una cuestión tan antigua como el hombre, porque el hombre siempre se ha planteado el problema de sí mismo.

Célebre es, a este propósito, el diálogo que Jenofonte, (Dichos mem. 4,21) atribuye a Sócrates, el cual pregunta a su discípulo Eutidemo:

“Dime, Eutidemo, ¿has estado en Delfos alguna vez? - Sí; dos. - ¿Has visto la inscripción grabada sobre el templo: “conócete a ti mismo”? - Sí.  -¿Has descuidado este aviso o le has prestado atención?  -No me he fijado en él; se trata de un conocimiento que yo creía poseer”.

Nace de aquí la historia del grande problema acerca del conocimiento que el hombre tiene de sí mismo; cree tenerlo y después no está seguro.

+ El dualismo del hombre moderno. Estamos ante un problema que atormentará y fecundizará siempre el pensamiento humano. Recordemos, por ejemplo, a S. Agustín con su famosa plegaria, síntesis de su espíritu de pensador cristiano: Que te conozca (oh Señor) y que me conozca (Conf. 1, X). Y si queremos referirnos a nuestro tiempo, para ver cómo siempre está incompleta la ciencia que el hombre tiene de sí mismo, podríamos citar el famoso libro de A. Carrel: “El hombre, ese desconocido” (1934) ¿No se declara hoy que “existe una revolución en la conciencia del hombre”? (M. Oraison). ¿Quién es ese desconocido, ese ser indeterminado, inacabado, siempre, que nunca acaba de conocerse? 

Lo que nos interesa señalar en este breve artículo, es advertir que el hombre moderno (todos nos sentimos incluidos en esta etiqueta) se encuentra cada vez más extravertido; es decir, comprometido fuera de sí. Hay mucho ruido.

El activismo de nuestros días, así como la supremacía del conocimiento sensible y de la hiperconectvidad mediática por sobre el estudio especulativo y la actividad interior, nos hace tributarios del mundo exterior y disminuye tanto la reflexión personal como el conocimiento de las cuestiones inherentes a nuestra vida subjetiva. Alienación, le llaman los psicólogos. 

Byung Chul Han ha escrito algo estremecedor: “Con cierto vértigo, el mundo material, hecho de átomos y moléculas, de cosas que podemos tocar y oler, se está disolviendo en un mundo de información, de no-cosas. Unas no-cosas que, aun así, seguimos deseando, comprando y vendiendo, que nos siguen influenciando. El mundo digital cada vez se hibrida de manera más notoria con el que aún consideramos mundo real, hasta el punto de confundirse entre sí, haciendo la existencia cada vez más intangible y fugaz”. Nuestro mundo es “no-cosa”, las relaciones son algo inmaterial, se disuelve el mundo real. Hace unos días se cayó el sistema y el mundo se paralizó.  (Bartlett inventó el truco).

Afecta nuestra conciencia el hecho de que “Haya, sin duda, una hiperinflación de objetos que conduce a su proliferación explosiva. Pero se trata de objetos desechables con los que no establecemos lazos afectivos. Hoy estamos obsesionados no con las cosas, sino con informaciones y datos, es decir, no-cosas. Hoy todos somos infómanos”. Asistía, yo, a un enfermo moribundo; al iniciar el rito de la Unción, una joven sacó el celular para grabar el rito y la agonía del enfermo. Le dije que no se trataba de un show y que guardara su celular o abandonara la sala. 

+ Una norma para la conducta humana. Estamos distraídos, decía Pascal; Yo, sin ser Pascal, he dicho que estamos existencialmente distraídos; la nuestra es la cultura de la distracción. Así, nos encontramos vacíos de nosotros mismos y llenos de imágenes y de pensamientos que por sí no nos afectan íntimamente. Pero, casi por reacción instintiva, volvemos a nuestro interior; pensamos en nuestros actos y en los hechos de nuestra experiencia; reflexionamos sobre todas las cosas; tratamos de formarnos una conciencia sobre el mundo y sobre nosotros mismos. La conciencia prevalece de alguna forma sobre nuestra actividad, al menos desde el punto de vista estimativo. Todo esto, que es condición de humanidad, es cada vez más difícil; llega a resultar casi imposible por la pauta que nos impone la cultura. Así, el reino de la conciencia se presenta a nuestra consideración amplia y complicada hasta el extremo. Simplifiquemos este inmenso panorama distinguiendo dos campos. 

Existe una conciencia sicológica, o sea, aquella que se refleja sobre nuestra actividad personal, cualquiera que ésta sea. Se trata de una especie de vigilancia sobre nosotros mismos; se trata de querer ver en el espejo la fenomenología espiritual, la propia personalidad; esto es, conocerse y hacerse de esta forma, en cierto modo, dueños de sí mismos. Pero ahora no hablo de este campo de la conciencia. Me refiero al segundo, al de la conciencia moral e individual; es decir, a la intuición que cada uno tiene sobre la bondad o malicia de sus propias acciones. Ahora bien, añadamos que, sin esa conciencia sicológica esclarecida, si no somos consciente de ser humanos, la consciencia moral es imposible. Es lo que vemos de forma escalofriante en nuestra ciudad: el déficit de humanidad que se revelan en la patología criminal espeluznante. 

Este campo de la conciencia moral es decisivo, incluso para aquellos que no lo relacionan los creyentes, con el mundo divino. La conciencia moral coloca al hombre en su expresión más alta y noble, define su auténtica estatura, lo asienta en el uso normal de su libertad. Obrar según conciencia se convierte en la norma más comprometida y al mismo tiempo más autónoma de la acción humana. Sócrates es el referente anterior al cristianismo, de esa conciencia

La conciencia, como acto práctico, es el juicio sobre la rectitud, es decir, sobre la moralidad de nuestras acciones, consideradas en su habitual desarrollo o en cada uno de los actos. No puedo decir que “tengo la conciencia tranquila” cuando la mentira es mi forma relacional. “El que miente tiene la intención de engañar” (Agustín). Kafka dice: “Que la mentira se convierta en el orden del mundo” (El Proceso). Hitler lo sabía: “Las masas quieren ser engañadas de la forma más desvergonzada”. (Mi Lucha). En cierta ocasión me acerqué a confesarme; el viejo y sabio cura me despidió diciéndome: “Vaya y haga un buen examen de conciencia”. 

Podríamos hacer una apología de la conciencia. Pero bastaría recordar lo que nos ha enseñado la Iglesia. Y bastaría recordad lo que recomiendan los maestros del espíritu sobre el ejercicio del examen de conciencia a las personas deseosas de perfección. Debemos estimular la fidelidad de este ejercicio que responde, no sólo a la disciplina de la ascesis cristiana, sino también a la índole de la educación personal moderna. 

+ La ley natural. Veamos ahora una observación sobre la supremacía y la exclusividad que hoy se pretende atribuir a la conciencia en la guía de la conducta humana.

A menudo se oye repetir, como un aforismo indiscutible, que toda la moralidad del hombre debe consistir en seguir la propia conciencia; y se afirma esto para emanciparlo, de las exigencias de una norma extrínseca, o de la obediencia a una autoridad que intenta dictar leyes para la libre y espontánea actividad del hombre; de este modo el hombre se convierte en ley para sí mismo, sin el vínculo de otras intervenciones en sus operaciones. Por ello puedo decir: tengo la conciencia tranquila con más de 101 mil asesinatos, con el manejo criminal de la pandemia, etc., no obstante, mi conciencia está tranquilo porque somos mi conciencia y yo. Se trata de una terrible equivocación o autoengaño, a la que más valdría no aludir. 

+ Pero es preciso, ante todo, poner de relieve que la conciencia, por sí misma, no es árbitro del valor moral de las acciones que ella misma sugiere. La conciencia es intérprete de una norma interior y superior; no es ella quien la crea. La conciencia ha de estar iluminada por la intuición de ciertos principios normativos, connaturales a la razón humana (Sto. Tomás). La conciencia no es la fuente del bien y del mal; es la advertencia, la percepción de una voz que por eso se llama voz de la conciencia. Es la llamada a la conformidad que una acción debe tener con la exigencia intrínseca del hombre, para que el hombre sea auténtico y perfecto. Por lo mismo, es la intimación subjetiva e inmediata de una ley que debemos llamar natural, aunque muchos no quieran oír hablar hoy de ley natural. 

¿Acaso no está en relación con esta ley el sentido de responsabilidad que nace en el hombre? Y con el sentido de responsabilidad, ¿no está también en relación la ley natural, el sentido de la buena conciencia y del mérito, es decir, del remordimiento y de la culpa? Conciencia y responsabilidad son dos términos ligados entre sí. 

Entonces, cuidado con eso de que tengo tranquila la conciencia. Los maestros del espíritu dicen que la conciencia puede “encallecer”. Pensemos en la “conciencia” de un sicario. El asesino también mueren en su acción. Hablemos mejor de buena conciencia o de recta conciencia.

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