PUBLICIDAD

Opinión

Autogol

Mundial de Estados Unidos 1994. Corría el minuto 35 del partido entre el país anfitrión y Colombia. Andrés Escobar, defensor colombiano, intenta desviar un centro y vulnera su propia portería

Jesús Antonio Camarillo
Académico

sábado, 03 diciembre 2022 | 06:00

PUBLICIDAD

Mundial de Estados Unidos 1994. Corría el minuto 35 del partido entre el país anfitrión y Colombia. Andrés Escobar, defensor colombiano, intenta desviar un centro y vulnera su propia portería. El zaguero, con un futuro prominente  en las canchas internacionales, nunca se imaginó que esa jugada le iba a costar la vida. Diez días después quedó abatido en el estacionamiento de la discoteca “El Indio”, en Medellín.

La especulación rodeó su muerte. Se decía que lo había asesinado una mafia de apostadores lacerada en sus intereses por la eliminación de la selección colombiana; que se trató de una embestida del narco derivada de la adhesión nacionalista incondicional por la camiseta colombiana. O que, simplemente, el homicidio nada tuvo que ver con la faena futbolística. Lo cierto fue que las pesquisas determinaron que la escena ocurrió después de un altercado en el interior de “El Indio”, y que minutos antes Escobar había sido motivo de la burla de unos parroquianos que al grito de ¡autogol! ¡autogol! reprochaban con aspavientos el error del jugador.

Esos parroquianos resultaron ser los hermanos narcotraficantes David y Santiago Gallón Henao, a quienes se les relacionaba con el para ese entonces  ya extinto, Pablo Escobar Gaviria. Ante el escarnio, el jugador decidió abandonar el lugar. Los Gallón lo siguieron. En el estacionamiento, Andrés Escobar les seguía pidiendo “respeto”. De improviso, el chofer de los Gallón, Humberto Muñoz, decidió tomar cartas en el asunto y  disparó a bocajarro seis proyectiles al zaguero quien se encontraba ya en el asiento de su auto. Escobar murió en el trayecto al hospital. Como rumor apologista, después de su muerte se decía que si Pablo Escobar hubiera  estado vivo, el homicidio de Andrés nunca hubiera ocurrido.

A partir de entonces, Andrés Escobar se convirtió en una especie de símbolo de la violencia que aquejaba a su país. Tierra sin ley en la que las garras del narcotráfico lograban abarcar toda la dinámica social, económica y política de esa región. En ese ambiente, era de esperarse que el fútbol se convirtiera en uno de los ejes por donde el narco encontró los canales adecuados para financiarse, sobre todo en la etapa inmediatamente posterior a la caída de Pablo Escobar.

Como factor real de poder, el narco marcó su impronta en la cara del fútbol colombiano. Pero en esa empresa no está sólo. Hoy en día, los poderes fácticos hacen de este deporte que tanto gusta a las masas una de sus carnes de cañón y uno de sus escaparates favoritos. En el fútbol mexicano, una industria que alcanza en valor, según sus propios directivos, los dos mil millones de dólares sólo de inversión en infraestructura, marcas y en plantilla, no puede ser otra cosa que el negocio que encauza una suma de intereses que dejaron, hace mucho tiempo atrás, cualquier mínima noción de “espíritu deportivo”.

Los dueños de este negocio son pocos y han sabido mover a la perfección los hilos que conducen a la monopolización férrea del mando. El fútbol es un deporte simple. Y lo simple le gusta a la gente. Si a esto se le adhiere el complemento del dominio de los medios de comunicación, el coctel resulta perfecto para crear un falso nacionalismo a través del deporte. En eso y no en las canchas, México es un campeón.

Ciertamente, el patrioterismo exacerbado que se exalta con el fútbol es un fenómeno global, pero países como el nuestro constituyen todo un modelo de conciencia falsa. Por ejemplo, entonar un himno en cada justa deportiva por más nimia que sea, no encuentra otro sentido más que una bizarra conciencia de la “representación”.

Aquí en Ciudad Juárez, cuando juegan los Bravos, se pone en juego el destino de la Heroica Ciudad Juárez cada fin de semana. En Torreón, con el Santos, la cosa pareciera llegar al paroxismo en cada jornada. Eso es bonito, pero nocivo. El efecto Escobar, no sabemos si de Andrés o de Pablo, pudiera estar en todas partes.

PUBLICIDAD

Notas de Interés

ENLACES PATROCINADOS

PUBLICIDAD

PUBLICIDAD

PUBLICIDAD

Te puede interesar

close
search