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Opinion El Paso

Un paciente en negación es un gran desafío médico

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Daniela J. Lamas/The New York Times Company

sábado, 09 octubre 2021 | 06:00

‘Usted va a morir’, le dije a mi paciente; ojalá no lo hubiera hecho.

El historial de mi paciente era breve. Un diagnóstico de cáncer de colon que podría haberse curado si no hubiera dejado la atención médica para volver, casi un año después, con un cáncer tan avanzado que le había desgarrado los intestinos.

Los colegas del hospital lo habían llamado para programar citas, para que le dieran seguimiento y para iniciar una quimioterapia, pero nunca respondió. Ahora había vuelto, pero no había nada que los cirujanos pudieran arreglar, por lo que permanecería en la unidad de cuidados intensivos hasta su muerte.

Cuando llegó a nuestra unidad una noche del invierno pasado, tenía las mejillas demacradas, el cuerpo consumido y el abdomen prominente. También estaba enfadado. Según recuerdo los acontecimientos de aquella noche, en cuanto los médicos en formación y yo nos reunimos junto a su cama para explicarle su pronóstico, arremetió contra nosotros.

Insistió en que no le pasaba nada. Lo único que quería era que le tratáramos el dolor para poder irse a casa. Tenía cosas que hacer: un partido que ver en la televisión esa misma noche.

Como médica de cuidados intensivos, estoy familiarizada con la negación en sus múltiples variantes. Sé qué se siente sentarse junto a una cama o una sala de conferencias sin ventanas, y hablar con familiares que no pueden o no quieren reconocer lo que está pasando frente a ellos.

Aprendemos frases que demuestran que estamos de su lado, pero al mismo tiempo dejamos claro que las cosas no saldrán bien. “Me gustaría poder decir que los antibióticos están ayudando, pero lamento informarles que su ser querido está muriendo”, decimos.

Sin embargo, los médicos pueden estar mucho menos preparados para lidiar con la negación impenetrable de un paciente. “Tengo que irme”, volvió a decir mi paciente, esta vez en un tono más alto, al parecer sin percatarse de los medicamentos que corrían por sus venas para actuar directamente en su corazón y elevar su presión arterial. “Déjenme ir”, gimió, tirando de las líneas que lo atrapaban.

Podría haber salido de la habitación en ese momento. Podría haberle dicho que íbamos a hacer todo lo posible para que volviera a casa, aunque sabía que sería imposible. Podría haberle asegurado que todo estaría bien. Pero había una parte de mí, la que estaba allí recibiendo su ira, que quería que mi paciente conociera la realidad de su situación.

Incluso ahora, meses después, no sé por qué.

Lo que sí sé es que me quedé de pie junto a su cama, distanciada por mi equipo de protección, y le dije a mi paciente la verdad.

“Ojalá pudiéramos hacer algo, pero el cáncer está demasiado avanzado. Usted va a morir”, le dije. Hablé en voz alta para que pudiera oírme a pesar del cubrebocas. Volteó la cabeza en la dirección opuesta a mí, como si quisiera evadir mis palabras. Seguí insistiendo. “Podrían quedarle horas. No creo que sobreviva esta noche”.

Se estremeció. La habitación quedó en silencio, salvo por el sonido del monitor de ritmo cardiaco. Los médicos residentes me miraron, intentando disimular su propia sorpresa.

Creo que todos queríamos retractar lo dicho, decirle que a veces nos equivocamos y que tal vez no moriría después de todo, pero era como si estuviéramos congelados.

Gritó: “¡Fuera!”, con toda la fuerza que su maltrecho cuerpo pudo reunir. No quería escuchar más de nuestras mentiras. Solo quería que lo dejaran en paz.

Afuera, respiré profundamente. Me temblaban las manos. Más tarde, esa misma noche, me enteré de que la familia de mi paciente había llegado: una hermana y un hijo a los que no veía desde hace tiempo. Para entonces, él se estaba quedando inconsciente, pero pusieron en la televisión del hospital el partido que él quería ver y lo vieron juntos mientras moría.

No tuve la oportunidad de volver a hablar con él.

Durante los días siguientes, mi mente volvió a ese momento junto a la cama. ¿Qué esperaba conseguir? Como médico y proveedor de ciencia, puede ser difícil aceptar que a veces la “verdad” no es lo que necesita el paciente.

La negación era el único mecanismo de defensa de mi paciente. Y en cuanto las palabras salieron de mi boca, me di cuenta de lo cruel que fue intentar quitarle esa defensa en las últimas horas de su vida.

Me enorgullezco de ser amable con mis pacientes y sus familiares, incluso con los que son “difíciles”, que exigen intervenciones que no podemos ofrecer y creen firmemente en una recuperación que nunca llegará.

En la unidad de cuidados intensivos, tenemos el honor de atender a personas en su estado más vulnerable y atemorizante.

Intento reconocer las emociones que tengo delante sin ahogarme en ellas.

Pero en ese momento no fui amable. Y cuando vuelvo a recordar esa noche, me pregunto por qué respondí como lo hice y cómo reaccionamos los médicos cuando nos enfrentamos a personas que están muriendo por culpa de malas decisiones sobre su salud.

En la versión más generosa de esa noche, mi objetivo era darle a mi paciente la información que necesitaba para que pudiera comunicarse con sus seres queridos y decirles lo que quisiera expresar con la certeza de que su tiempo era escaso.

Esa fue una parte de mi respuesta. Pero también le respondí con mi propia rabia, por la naturaleza evitable de esa tragedia, por cómo la negación se había vuelto mortal.

Ese hombre tenía miedo e iba a morir de una enfermedad que podría haberse curado. Y yo no podía hacer nada al respecto.

Cuando le dije que solo le quedaban unas cuantas horas de vida, permití que mi frustración ocultara la realidad de su sufrimiento. Y, como consecuencia, le causé daño.

En la mayoría de los contextos, la responsabilidad de un médico es decir la verdad a nuestros pacientes, ayudarlos a comprender incluso las realidades más devastadoras. Pero cuando pienso en esa noche, sé que aumenté el dolor de mi paciente en las últimas horas de su vida. Ojalá lo hubiera hecho de otra manera. Podría haber hecho una pausa y decir que sí, que se iba a ir a casa. Podría haber estado simplemente con él y no haberle dicho nada. Ese pequeño gesto de amabilidad podría haber hecho más por él que la verdad.

(Daniela J. Lamas, columnista de la sección de Opinión de The New York Times, es especialista pulmonar y de cuidados intensivos en el Hospital Brigham and Women’s en Boston).

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