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Opinion El Paso

Las pérdidas que compartimos

Quizás el camino para sanar comienza con dos simples palabras: ¿estás bien?

Meghan, duquesa de Sussex / The New York Times

lunes, 30 noviembre 2020 | 06:00

Era una mañana de julio que comenzó tan ordinariamente como cualquier otro día: preparar el desayuno. Alimentar a los perros. Tomar vitaminas. Encontrar ese calcetín perdido. Guardar el crayón rebelde que rodó bajo la mesa. Recogerme el cabello en una cola de caballo antes de sacar a mi hijo de su cuna.

Después de cambiarle el pañal, sentí un dolor agudo. Me tumbé en el piso con mi hijo en los brazos, tarareando una canción de cuna para mantenernos a ambos calmados. La alegre melodía marcaba un gran contraste con mi sensación de que algo no estaba bien.

Mientras abrazaba a mi primer hijo, sabía que estaba perdiendo al segundo.

Horas más tarde yacía en una cama de hospital, sosteniendo la mano de mi esposo. Sentí la humedad de su palma y besé sus nudillos, mojados por nuestras lágrimas. Mientras miraba fijamente las frías paredes blancas, mis ojos se nublaron. Intenté imaginar cómo sanaríamos.

Recordé un momento del año pasado en el que Harry y yo estábamos terminando una larga gira por Sudáfrica. Estaba agotada. Estaba amamantando a nuestro pequeño hijo mientras intentaba mantener una buena cara ante los ojos del público.

“¿Estás bien?”, me preguntó un periodista. Le respondí con sinceridad, sin saber que lo que diría resonaría en tantas personas: mamás primerizas y veteranas, y cualquiera que, a su manera, hubiera estado sufriendo en silencio. Mi respuesta espontánea pareció darle autorización a la gente para contar su realidad. Sin embargo, no fue mi respuesta honesta lo que más me ayudó, sino la pregunta en sí.

“Gracias por preguntar”, dije. “Pocas personas me han preguntado si estoy bien”.

Sentada en la cama de hospital, mientras veía cómo se le rompía el corazón a mi esposo mientras intentaba sostener los pedazos rotos del mío, me di cuenta de que la única forma de comenzar a sanar es preguntar primero: “¿Estás bien?”.

¿Estamos bien? Este año nos ha llevado a muchos a nuestro límite. La pérdida y el dolor nos han tocado a todos en 2020, en momentos tanto tensos como debilitantes. Hemos escuchado todas las historias: una mujer comienza su día, tan normal como cualquier otro, pero entonces recibe una llamada que le informa que ha perdido a su madre de edad avanzada a manos del Covid-19. Un hombre se despierta sintiéndose bien, quizás algo aletargado, pero nada fuera de lo común. Da positivo por coronavirus y en cuestión de semanas –como cientos de miles más– fallece.

Una joven llamada Breonna Taylor se acuesta a dormir, tal como lo ha hecho todas las noches anteriores, pero esta vez no vive para ver el amanecer porque una redada policial sale terriblemente mal. George Floyd sale de una tienda, sin saber que dará su último aliento bajo el peso de la rodilla de alguien, y en sus momentos finales, llama a su madre. Las manifestaciones pacíficas se tornan violentas. La salud se convierte rápidamente en enfermedad. En lugares donde alguna vez hubo comunidad, ahora hay división.

Además de todo esto, parece que ya no estamos de acuerdo en lo que es verdad. No solo peleamos por nuestras opiniones sobre los hechos; estamos polarizados al momento de decidir si un hecho en realidad es un hecho. Estamos en desacuerdo sobre si la ciencia es real. Estamos en desacuerdo sobre si se ha ganado o perdido una elección. Estamos en desacuerdo sobre el valor de la conciliación.

Esa polarización, junto con el aislamiento social necesario para combatir esta pandemia, nos ha dejado sintiéndonos más solos que nunca.

Hacia el final de mi adolescencia, iba sentada en la parte trasera de un taxi que atravesaba el ajetreo y el bullicio de Manhattan. Al mirar por la ventana vi a una mujer hablando por teléfono, ahogada en lágrimas. Estaba de pie en la acera, viviendo un momento muy privado de manera muy pública. En ese entonces, la ciudad era nueva para mí, y le pregunté al conductor si debíamos detenernos para ver si la mujer necesitaba ayuda.

El taxista me explicó que los neoyorquinos viven sus vidas personales en espacios públicos. “Amamos en la ciudad, lloramos en la calle, y nuestras historias y emociones están allí a la vista de todos”, recuerdo que me dijo. “No te preocupes, alguien en esa esquina le va a preguntar si está bien”.

Ahora, después de todos estos años, aislada y en cuarentena, llorando la pérdida de un hijo y la pérdida de la creencia compartida de lo que es verdad en mi país, pienso en esa mujer en Nueva York. ¿Y si nadie se detuvo? ¿Y si nadie la vio sufrir? ¿Y si nadie la ayudó?

Desearía poder volver y pedirle al taxista que se detuviera. Ahora me doy cuenta de que ese es el peligro de vivir aislados, donde todos los momentos tristes, aterradores o sacrosantos se experimentan en soledad. No hay nadie que se detenga a preguntarte: “¿Estás bien?”.

Perder un hijo significa cargar con un dolor casi imposible de soportar. Ese dolor que muchos experimentan, pero muy pocos expresan. En el dolor de nuestra pérdida, mi esposo y yo descubrimos que, en una habitación con 100 mujeres, de 10 a 20 de ellas habrán sufrido un aborto espontáneo. Sin embargo, a pesar de la asombrosa generalidad de este dolor, la conversación al respecto sigue siendo un tabú y está plagada de vergüenza (injustificada), lo que perpetúa un ciclo de luto solitario.

Algunos han compartido valientemente sus historias; han abierto la puerta, sabiendo que cuando alguien habla con honestidad, nos otorga licencia a todos de hacer lo mismo. Hemos aprendido que cuando las personas nos preguntan cómo estamos, y cuando realmente escuchan la respuesta con el corazón y la mente abiertos, la carga del dolor a menudo se vuelve más ligera, para todos nosotros. Cuando nos invitan a compartir nuestro dolor, juntos podemos dar los primeros pasos hacia la sanación.

Así que este Día de Acción de Gracias, mientras planeamos unas festividades distintas a todas las anteriores –muchos de nosotros separados de nuestros seres queridos, solos, enfermos, asustados, divididos y quizás teniendo problemas para encontrar algo, lo que sea, por lo cual estar agradecidos– vamos a comprometernos a preguntarles a los demás: “¿Estás bien?”. Por mucho que estemos en desacuerdo, por muy distanciados físicamente que podamos estar, la verdad es que estamos más conectados que nunca debido a todo lo que hemos soportado este año a nivel individual y colectivo.

Nos estamos adaptando a una nueva normalidad en la que los rostros están cubiertos por cubrebocas, pero eso nos está obligando a mirarnos a los ojos, que a veces están llenos de calidez y otras de lágrimas. Por primera vez en mucho tiempo, realmente nos estamos viendo como seres humanos.

¿Estamos bien?

Lo estaremos.

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