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Opinion El Paso

James Bond no tiene tiempo para China

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Ross Douthat / The New York Times

martes, 19 octubre 2021 | 06:00

La última película en la que Daniel Craig interpretará a James Bond, “Sin tiempo para morir”, también marca un hito notable para la geopolítica ‘bondiana’: la franquicia acaba de completar un arco narrativo de cinco películas con un solo actor protagónico y, en medio de todos esos viajes por el mundo y la intriga, China apenas ha estado presente en ese universo cinematográfico. Shanghái y Macao fueron breves telones de fondo y un villano había sido torturado, fuera de escena y en el pasado, por las fuerzas de seguridad chinas pero, en general, una serie estrenada a lo largo de los años del ascenso de China daba pocas pistas de que el principal rival de Estados Unidos importara más que cualquier otro lugar exótico en el mundo de Bond.

Para ser justos, las películas de Bond de la época de la Guerra Fría no estaban obsesionadas con Rusia, ya que en muchas de las películas se presentaban supervillanos apátridas en lugar de adversarios soviéticos. Sin embargo, la realidad del poder ruso formaba parte de la trama de la serie. El mismo actor apareció como jefe del KGB, por ejemplo, en cinco películas de Bond en las décadas de 1970 y 1980.

La ausencia de China en el mundo de Bond forma parte de una ausencia general en el cine estadounidense. Por miedo a perder el mercado chino y en medio del agresivo uso del poder comercial blando por parte de Pekín, en el casi cuarto de siglo transcurrido desde “Siete años en el Tíbet”, de Brad Pitt, y “El laberinto rojo”, de Richard Gere, ningún gran estreno de Hollywood ha retratado al régimen comunista bajo una luz sustancialmente negativa. En cambio, China aparece en nuestras producciones pop con un enfoque suave, como en “Misión rescate” y “La llegada”, o bien adopta una forma fantástica, como en “Mulan” y “Shang-Chi”.

O con la misma frecuencia, como en las películas de Craig, apenas aparece. La cultura pop asiática que ejerce una influencia cada vez mayor en EU es mayoritariamente coreana y japonesa, mientras que China —a pesar de todo su poder, a pesar de nuestra interrelación económica, a pesar de su papel crucial en nuestros debates políticos y ahora en los de salud pública— sigue siendo más un dominio para los expertos; su vida interna y su cultura son más distantes y opacas.

En consecuencia, su relación con los debates ideológicos estadounidenses es fluida, tensa y extraña. Las cosas eran más sencillas hace quince años, cuando la apertura a China —una política de intercambio comercial, con la expectativa de la liberalización de China y la envidia ocasional por su aparente competencia tecnocrática— era la posición por defecto de la clase dominante, con críticas económicas sobre lo que la relación chinoestadounidense significaba para los trabajadores estadounidenses y el temor a las ambiciones geopolíticas de Pekín concentradas en la extrema izquierda y la derecha.

Sin embargo, cuando quedó claro que la apertura a China no conducía a la liberalización política y cuando también quedaron claros sus costos socioeconómicos para la zona central de EU, se produjo una lucha ideológica que aún no ha terminado.

En la izquierda, se ven ahora varios impulsos. Hay una franja irrelevante pero fascinante de “tanquistas” muy en línea —una referencia a los comunistas que justificaron que la URSS enviara tanques a Hungría— que defienden activamente el régimen de Pekín. Hay una izquierda de Bernie Sanders que quiere criticar al régimen chino en materia de comercio y derechos humanos, pero que teme todo lo que parezca belicismo. Y hay una izquierda que piensa que lo que está en juego en el cambio climático requiere una profunda cooperación con Pekín.

El centro, por su parte, ha perdido su optimismo respecto a que China se convierta en una democracia. Pero no está seguro de si debe girar hacia la confrontación y tratar de desentrañar nuestras economías o si la globalización hace imposible ese desentrañamiento, por lo que es necesario, por desagradable que resulte, profundizar los lazos. (Esa división corre a través del gabinete del presidente Joe Biden).

La derecha incluye también varias tendencias. Está la mentalidad de la Guerra Fría 2.0, que teme a China como una amenaza ideológica arrolladora, una fusión del viejo modelo de comunismo con la tecnología de vigilancia del siglo XXI que promete hacer grandioso de nuevo al totalitarismo. Hay una perspectiva realista que considera a China como una gran potencia rival tradicional y se centra en la contención militar. Y hay un punto de vista que considera que China y Estados Unidos convergen en realidad en la decadencia, con problemas similares, desde el descenso de las tasas de natalidad hasta las desigualdades sociales y la infelicidad mediada por internet.

No obstante, para algunos de la derecha, esta última visión tiene un defecto, ya que el Estado chino es casi admirado por tratar de actuar contra esta decadencia —como en su intento de destetar a los jóvenes del “opio espiritual” de los videojuegos— de una manera que las sociedades liberales no pueden.

Detrás de todas esas diferencias hay una pregunta: ¿qué tipo de régimen es realmente China? ¿Un Estado marxista-leninista con ribetes capitalistas? ¿Una meritocracia autoritaria? ¿Un Estado fascista con características maoístas? ¿Una nueva forma de totalitarismo digitalizado? ¿Un orden neoconfuciano, que canaliza el antiguo conservadurismo a través de un Gobierno moderno de partido único? ¿Una versión de espejo oscuro del EU de la era de internet?

Los estadounidenses nunca han destacado precisamente por comprender a otras sociedades y unos cuantos malos chinos en las películas de James Bond obviamente no aportarán el entendimiento que necesitamos. Pero la actitud de indiferencia de Hollywood hacia el poder chino es una ventana útil a un problema mayor: necesitamos ver a nuestro gran rival del siglo XXI con claridad y con demasiada frecuencia sólo lo vemos a través de un cristal oscuro, si es que lo vemos.

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