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Opinion El Paso

Donald Trump muere de hambre

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Frank Bruni / The New York Times

miércoles, 16 junio 2021 | 06:00

Nueva York—En una excelente descripción de los días posteriores al mandato de Donald Trump realizada por el periodista Joshua Green, los partidarios del exmandatario dan fe del estupendo exilio que está viviendo. Hay anécdotas de que Trump no solo recibe “baños de halagos”, citando a Green, sino de que también se perfuma con ellos. Un elector lo considera un déspota y otro lo ve como un chico de ensueño. El ex presidente todavía logra que repiqueteen muchos de los corazones estadounidenses.

Sin embargo, no fue esa la principal impresión que me dio este artículo publicado en Bloomberg ni la moraleja que obtuve de él. Me detuve en este pasaje: “Se presenta en cualquier evento. En las últimas semanas, Trump ha aparecido en fiestas de compromiso y funerales. Un socio de Mar-a-Lago que hace poco asistió a una reunión del club en honor a un amigo que había fallecido se sorprendió cuando Trump entró para decir unas palabras y luego estuvo paseándose por ahí”.

A mí me da la impresión de una persona con un hambre de atención no satisfecha. Parece como un glotón al que sacaron a rastras de un bufé.

Todos los presidentes estadounidenses son como una parábola; o se presentan de esa manera, lo que explica nuestra fascinación por ellos, o los convertimos en arquetipos, avatares y alegorías. Necesitamos que nuestras figuras políticas de más alto rango nos proporcionen eso. Nosotros no contamos con una familia real.

Además, Trump es un testimonio de todo lo que alguien puede hacer con el fin de captar la atención, de qué tanto puede hacer con esa atención y —el capítulo actual — qué sucede cuando esa atención disminuye. En efecto, Trump personifica las obsesiones de los estadounidenses por la riqueza y el poder. Pero más que eso, encarna la obsesión de los estadounidenses por la fama.

Es una obsesión que ahora tiene hambre. Tanto Facebook como Twitter le negaron el acceso. Ya no encabeza las noticias cada hora en CNN y MSNBC y ahora ningún titular tiene su nombre en todas las portadas de periódicos.

Así que se sacia con los funerales. Y se siente molesto.

En últimas fechas, la mayor parte de los reportajes sobre Trump lo presentan como el protagonista de un melodrama político o, más bien, de una historia de terror. Preguntan si su control sobre el Partido Republicano perdurará hasta la siguiente contienda presidencial, si él mismo competirá en 2024 y cómo diantres sería eso.

No obstante, también está en marcha un psicodrama personal que definirá las respuestas a esas preguntas y que es toda una escenificación en sí misma. Así como la presidencia de Trump no fue como ninguna otra anterior, su ex presidencia es una producción única.

Otros presidentes salieron de la Casa Blanca y, durante un tiempo, corto o largo, disfrutaron que se esfumaran los medios de comunicación y que se atenuaran los reflectores. Quizás de inmediato, quizás después, realzaban su legado con actos filantrópicos. Entretanto, emitían comunicados puramente formales de apoyo a sus sucesores o, de acuerdo con las normas de etiqueta tradicionales, se quedaban callados. Se comportaban a la altura.

Trump no lo ha hecho y —seamos realistas— no lo hará. Su respuesta al cambio de su situación es insistir todavía más que antes en una realidad alterna en la que sea reinstalado como presidente y sus aduladores estén dispuestos a respaldar sus fantasías de omnipotencia al instaurar un espacio de refrendo en torno a él.

Esto es del artículo de Green:

“Cuando Trump se aventuró a irse al sur, lo siguieron un torrente de familiares (literal y metafóricamente). Ivanka Trump y Jared Kushner le compraron al cantante español Julio Iglesias una propiedad frente al mar de 32 millones de dólares en Miami e inscribieron a sus hijos en una escuela judía cercana. Donald Trump hijo y su novia, Kimberly Guilfoyle, compraron una mansión de 9.7 millones de dólares en Jupiter, Florida. En diciembre, Sean Hannity vendió su penthouse que no está lejos de la casa de John Boehner, expresidente de la Cámara Baja (y detractor de Trump), en el golfo de México y compró una casa de 5.3 millones de dólares frente al mar a 3 kilómetros de Mar-a-Lago, al cambiar simbólicamente la costa de Boehner por la costa de Trump. A Hannity se le unió su colega de Fox News, Neil Cavuto, al comprar una casa de 7.5 millones de dólares en las cercanías. ‘Piensen lo descabellado que es esto’, comenta Eddie Vale, un estratega demócrata. ‘Es como si Rachel Maddow y todos sus chicos del pódcast ‘Pod Save America’ compraran condominios en Chicago porque quisieran estar cerca de Barack Obama’”.

El único que falta es Mike Lindell, el magnate de la empresa MyPillow, que se convirtió en el colchón de Trump.

Pero Trump no está lo suficientemente cómodo.

Eso fue evidente, tanto en su apertura de un blog (“From the Desk of Donald J. Trump”) en mayo, como cuando lo cerró menos de un mes después por no poder atraer, ni remotamente, la cantidad de lectores equivalente al público de sus tuits anteriores. Trump, quien fuera el rey de las redes sociales, tuvo que humillarse para que lo leyeran. Qué impresionante revés de la suerte. Pero eso concuerda con otros atisbos de impotencia.

Según un artículo de Annie Karni y Maggie Haberman de The New York Times, se ha puesto a nombrar los estados que piensa visitar para aparecer en algunos eventos antes de que se hayan acordado las sedes y las fechas en sí. Quizás ya esté oyendo en su mente ese mágico aplauso MAGA (“Hagamos a Estados Unidos grandioso de nuevo”). Está atrapado ahí como el coro de una de las 40 canciones más escuchadas, pero quiere que se interpreten en vivo en un escenario tan colosal como su necesidad de atención.

¿Qué sustituye ese aplauso? La deferencia. La exige en todo momento más que nunca y, con toda la razón, se pone más furioso que antes cuando no se la otorgan. Es ahí donde se cruzan las narrativas políticas y personales. Su satanización de Liz Cheney por pelearse con él, su denuncia de Paul Ryan por menospreciarlo y su embate a cualquier republicano que cuestiona la gran mentira reflejan una lamentable petulancia que tiende a aumentar, no a disminuir, a medida que su exilio sigue en marcha. Como escribió Jennifer Senior en una columna del Times en enero sobre los narcisistas repudiados, “dan tumbos entre el papel de víctima y de verdugo”, “se quejan sin cesar sobre la traición” y “arremeten con un inmenso afán de venganza”.

Trump está dando tumbos, quejándose y arremetiendo al punto de atemorizar al hijo de Jeb Bush, George P. Bush, que se ha visto obligado a hacer una deplorable reverencia. La utilería de la campaña de George P. Bush para la fiscalía general de Texas incluye enfriadores para latas de cerveza con una imagen de él y Trump dándose la mano y una cita de Trump que dice que George P. Bush “¡es el único Bush que” lo “quiere! Es el Bush que actuó correctamente”. Le “cae bien”. Estoy seguro de que a Jeb, “el de poca energía” como Trump lo descalificó en burla, lo llena un orgullo paternal.

La descripción que hace Green de Trump en la parte más lejana de la Casa Blanca señala que “llegó a ponerse el mismo atuendo una y otra vez”. Es rojo (una gorra de MAGA), blanco (una camisa de golf) y azul (los pantalones) y su repetición está abierta a interpretación. ¿Se ha instalado de manera cómoda en una rutina? ¿O se ha hundido incómodamente en un bache?

Yo me inclino a pensar que se trata de esto último, cosa que es tan peligrosa para nosotros como para él. Nada bueno resulta de un ego tan voraz como el de él. Si puede, les complicará las cosas al Partido Republicano (y a la democracia estadounidense misma).

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