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Opinion El Paso

¿Biden podrá componer lo que Trump descompuso?

Es muy fácil decir qué está en juego para muchos de ellos en estas elecciones presidenciales

Sylvie Kauffmann / The New York Times

sábado, 19 septiembre 2020 | 06:00

París— Si Joe Biden se muda a la Casa Blanca en enero, encontrará del otro lado del Atlántico un paisaje muy distinto al que dejó atrás cuando era vicepresidente. El presidente Trump, además de ignorar, aleccionar y tratar mal a los países europeos, ha disfrutado aprovechándose de sus divisiones, así que esos países ahora están aprendiendo a maniobrar solos en un mundo cada vez más peligroso, al tiempo que intentan manejar una relación enrarecida con Estados Unidos.

Es muy fácil decir qué está en juego para muchos de ellos en estas elecciones presidenciales: temen que, si Trump gana un segundo mandato, se verá tentado a reforzar su agenda unilateralista. La OTAN, de la que el presidente francés, Emmanuel Macron, ya ha dicho que sufre “muerte cerebral”, podría terminar de morir. En cuanto a la otra opción posible, la esperanza es que un gobierno encabezado por Biden vuelva a involucrar a Estados Unidos en el sistema multilateral que esa nación creó hace 75 años. De ser así, Europa, con su recién descubierta asertividad, podría resultar un aliado todavía más valioso.

Para Europa, las elecciones ocurren en un momento especialmente peligroso. El vecindario de la Unión Europea se encuentra “envuelto en llamas”, según le dijo el director de política exterior del bloque, Josep Borrell, al Financial Times la semana pasada.

Desde el Mediterráneo Oriental hasta el mar Báltico, desde el Reino Unido consumido por el brexit hasta la desafiante Rusia, sin olvidar a los Balcanes, Libia o los países subsaharianos de África Occidental, la Unión Europea está rodeada de crisis. La novedad para sus dirigentes es que tienen que enfrentar esas crisis no como el frente unido de “Occidente”, sino por su cuenta, ya que el gobierno de Estados Unidos, prácticamente pasivo, está ocupado con otros asuntos.

La doble crisis de Bielorrusia, donde la brutal represión de los ciudadanos que se manifestaron en contra del presidente Aleksandr G. Lukashenko constituye un nuevo reto en la región postsoviética, y el envenenamiento en Siberia del activista ruso Alexei Navalny, que en este momento recibe tratamiento en un hospital de Berlín, ofrecen una ilustración muy clara de esta situación única. Ambos problemas requieren tratar con Rusia y su presidente, Vladimir Putin.

Los europeos han intentado manejar estas crisis como un bloque unido de 27 Estados miembro, encabezados por Alemania, que en este momento está a cargo de las funciones de la presidencia rotatoria de la Unión Europea. Lo que ha faltado hasta ahora es una postura trasatlántica proactiva, a diferencia de lo ocurrido hace seis años, cuando Estados Unidos y la UE decidieron imponer sanciones conjuntas a Rusia después de que se anexó Crimea.

Cuando por fin el 8 de septiembre los ministros de Relaciones Exteriores del Grupo de los Siete (Estados Unidos, Canadá, el Reino Unido, Alemania, Francia, Italia y Japón) condenaron el envenenamiento de Navalny, fue en respuesta a las presiones de Francia y Alemania, no a una iniciativa de Washington, aunque a Estados Unidos le corresponde encabezar al grupo este año, según algunos diplomáticos franceses.

La evolución del Grupo de los Siete durante la presidencia de Trump muestra cómo se han deteriorado las relaciones entre Estados Unidos y sus aliados tradicionales. Por primera vez desde la formación del grupo en 1975, sus líderes no se reunieron este año. La pandemia del coronavirus ofrece una explicación conveniente, pero la verdadera razón es otra.

Los aliados de Estados Unidos esperaban que en cuanto Washington asumiera el mando en sustitución de Francia, comenzara a encargarse de los preparativos para la cumbre de este año, planeada para mediados de junio. Fuera de algunas controversias dentro de Estados Unidos en relación con el lugar donde debía realizarse, no ocurrió nada.

En mayo, cuando Europa comenzó a levantar con precauciones el confinamiento, Trump invitó a los demás líderes a reunirse en Camp David en junio. En una conversación telefónica que pronto se tornó desagradable, la canciller alemana Angela Merkel le hizo saber que no podía confirmar que le fuera posible viajar. Entonces, Macron dijo que la reunión solo se realizaría si todos los líderes estaban presentes.

Sin ocultar su enfado, Trump anunció que la cumbre se había pospuesto y sugirió invitar a líderes de otros países, incluido Putin. Dijo que el Grupo de los Siete “es un grupo de países muy anticuado. ¿Por qué no tener un G10 o un G11?”.

Pero el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, y su homólogo británico, Boris Johnson, no tardaron en anunciar que no aceptarían que Rusia se reintegrara al club (al incorporarse Rusia en 1998, el G7 se convirtió en el G8; no obstante, en 2014 Rusia fue expulsada debido a su intervención militar en Ucrania). Ese anuncio selló el destino de la propuesta del presidente Trump.

La realidad es que su grupo de siete colegas quería evitar posar en una fotografía amistosa que pudiera promoverse, en plena campaña para las elecciones estadounidenses, como un frente aliado en contra de China, cuando de hecho el gobierno de Trump no había propuesto ningún tema para la cumbre.

El aislamiento de ese gobierno también se ha hecho evidente en las Naciones Unidas, en donde China ha estado muy activa para llenar ese vacío. La decisión de Washington en 2018 de retirarse del acuerdo multilateral diseñado para limitar el programa nuclear de Irán, a pesar de las intensas actividades de cabildeo del E3 (el Reino Unido, Francia y Alemania) que habían sido instrumentales para el éxito del acuerdo, es un ejemplo perfecto de los efectos contraproducentes que pronto tuvo la postura unilateral de Washington.

El mes pasado, cuando Estados Unidos le pidió al Consejo de Seguridad aprobar la prórroga de una prohibición de la venta de armas convencionales a Irán, a nadie más que a Washington le sorprendió que, de los otros 14 miembros del Consejo, solo uno, la República Dominicana, apoyara a Estados Unidos. Con todo y lo incómodo que fue alinearse con China y Rusia, los europeos describieron la acción estadounidense como incompatible con sus intenciones de salvar el acuerdo nuclear con Irán. Los países integrantes del E3, cuya determinación se hizo más férrea debido al retiro de Estados Unidos, ahora lideran al resto del Consejo de Seguridad.

Hace tres años, tras una conflictiva reunión de la OTAN con Trump, Merkel llegó a la famosa conclusión de que “nosotros, los europeos, debemos tomar nuestro destino en nuestras propias manos”. Por desgracia, a la advertencia no le siguió ninguna acción; se necesitó un virus para conquistar donde los políticos se rindieron.

Contra todo pronóstico, la crisis del coronavirus ha hecho a los europeos más conscientes de la necesidad de hacerse cargo de su propio futuro. La “soberanía europea” ahora es el orden del día en París y Berlín.

Sus promotores están convencidos de que hará a la Unión Europea menos dependiente de China y garantizará que esté mejor equipada para sobrevivir un posible segundo mandato de Trump. O que, gracias a ella, de convertirse en presidente, Biden elegirá tratar a una Europa unida como un verdadero aliado para promover valores comunes.

Con los ojos fijos en las boletas que se empezarán a contar el 3 de noviembre, los líderes de Europa Occidental esperan lo mejor, pero se preparan para lo peor.

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