Opinion El Paso

Autores de tiroteos masivos no son tan diferentes a nosotros

La salud mental está implicada en aproximadamente sólo el 3 por ciento de los crímenes con violencia en Estados Unidos

Richard A. Friedman / The New York Times

sábado, 17 agosto 2019 | 06:00

Nueva York— Después de que un hombre armado masacró a veintidós personas en un Walmart de El Paso, el presidente estadounidense, Donald Trump, afirmó que los asesinos masivos son “monstruos y enfermos mentales”.

Fue una explicación cómoda –y engañosa– que desvió la atención de una alternativa más tenebrosa detrás de ese inimaginable acto: el asesino probablemente sí era racional, solo que estaba lleno de odio.

Es lógico pensar que cualquiera que mata a veintidós seres humanos a sangre fría debe estar desquiciado o de hecho tiene una enfermedad mental. Pero la verdad sobre el vínculo entre los asesinos que cometen actos a gran escala y la salud mental es más complicada.

En uno de los estudios más abarcadores sobre los asesinos masivos, realizado por el psiquiatra Michael Stone a partir del análisis de 350 personas, se descubrió que solo el 20 por ciento tenía trastornos psicóticos; el otro 80 por ciento no tenía ninguna enfermedad mental que se pudiera diagnosticar más allá del estrés, el enojo, los celos y la insatisfacción que sentimos todos los demás.

De igual modo, en un estudio del FBI sobre francotiradores que se hizo entre los años 2000 y 2013 se descubrió que solo el 25 por ciento había recibido un diagnóstico psiquiátrico y únicamente el cinco por ciento tenía trastornos psicóticos.

(A algunos colegas psiquiatras les gusta señalar que los homicidas que ejecutan atentados masivos por lo general tienen antecedentes de haber sido víctimas de abusos físicos y sexuales. Eso es cierto, pero debido a la frecuencia de tales abusos en Estados Unidos, parece obvio que una gran mayoría de las personas traumatizadas no terminan convirtiéndose en asesinos en masa).

No obstante, la inferencia evidente de estos hallazgos es que la gente afectada por emociones comunes y corrientes es capaz de llevar a cabo actos atroces de violencia; no tienes que padecer una enfermedad mental para ser un “monstruo”.

Sin el conocimiento detallado de su historial médico y personal, no podemos saber con certeza si el sospechoso de los asesinatos de El Paso, Patrick Crusius, de 21 años, tenía un trastorno mental. Sin embargo, el manifiesto que publicó en internet es muestra de que no debemos apresurarnos a pensar que sí padece una enfermedad.

En el texto que le atribuyen los policías, Crusius se pronunció en contra de la inmigración, describió un plan para dividir a Estados Unidos en áreas raciales diferenciadas y advirtió que las personas blancas estaban siendo remplazadas por extranjeros. Señaló que realizó su atentado en “respuesta a la invasión de hispanos en Texas”.

Para mí, ese pronunciamiento está hecho de manera lógica, es coherente y no es especialmente desordenado ni delirante. Curiosamente, el manifiesto parecía reproducir lo que Donald Trump ha estado diciendo todo el tiempo sobre los inmigrantes. Por ejemplo, en un mitin reciente en Florida, el presidente estadounidense dijo: “Si consideramos lo que está sucediendo, ¡se trata de una invasión!”.

Desde esta perspectiva, es totalmente verosímil que el asesino de El Paso sea una persona racional que fue motivada por una ideología racista de odio.

La escalofriante realidad es que la agresión y el odio humanos ordinarios son mucho más peligrosos que cualquier enfermedad psiquiátrica. Tan solo pensemos en todas las personas que se sienten impulsadas a perpetrar un asesinato en masa porque fueron despedidas por su jefe o abandonadas por su pareja. Con toda probabilidad, no eran personas con enfermedades mentales, sino que simplemente estaban llenas de ira… y bien armadas.

De hecho, la salud mental está implicada en aproximadamente el tres por ciento de los crímenes con violencia en Estados Unidos. Las pruebas más confiables demuestran que hay un aumento muy pequeño en la probabilidad de que cometan violencia entre quienes tienen trastornos mentales graves como el trastorno bipolar y la esquizofrenia.

La idea de que podamos identificar a los asesinos en masa antes de que actúen es, hasta la fecha, una ficción epidemiológica. Estas personas normalmente evitan entrar en contacto con el sistema de salud mental. Incluso si se acercaran a este, los psiquiatras experimentados no pueden más que hacer predicciones al azar sobre si brotará la violencia.

Otros atacantes en masa confirman esto. En el juicio de Brendon Tarrant, quien asesinó a 51 personas en marzo en una mezquita en Christchurch, Nueva Zelanda, se rechazó que fuera una persona con trastornos mentales. Más bien era un supremacista blanco que planeó su masacre durante dos años y fue motivado por una ideología racista y antiinmigrante parecida a la de Crusius. Al igual que este último, Tarrant creía en una teoría de conspiración supremacista blanca conocida como “el gran remplazo”, que plantea que los europeos blancos, con la complicidad de “élites”, están siendo remplazados por personas no europeas mediante la inmigración masiva.

Luego está Dylann Roof, quien asesinó a nueve personas en 2015 en una iglesia de Charleston, Carolina del Sur. Él también expresó su racismo en un manifiesto publicado en internet. Pese a que un psiquiatra que lo evaluó le diagnosticó trastorno de ansiedad social y autismo leve, ninguno de estos diagnósticos implicaba un estado de psicosis que le hubiera impedido entender la índole de sus actos.

A juzgar por sus manifiestos, tenemos que preguntarnos si estos asesinos esperaban, cuando menos, la aprobación social de quienes comparten su ideología racista, por no hablar de un deseo de ser famosos.

Debido al resurgimiento global en años recientes del nacionalismo blanco y la xenofobia, ¿realmente sorprende que unos cuantos sujetos hayan reaccionado a este ambiente de odio al canalizar sus ideas por medio de la violencia? Después de todo, somos animales sociales sumamente sensibles a nuestro entorno. Y ese entorno está plagado de ira en estos tiempos.

Lo que esto indica es que solamente reforzar los programas de salud mental —aunque es una meta que vale la pena— no solucionará nuestra epidemia de tiroteos masivos. El control de armas podría ser una política más eficaz, incluyendo la mejora de la verificación de antecedentes y la ampliación de las llamadas órdenes de protección de riesgo extremo, que permitirían que las autoridades les prohibieran el acceso a las armas de fuego temporalmente a las personas que se consideren potencialmente violentas.

Esto debería aterrarnos a todos. El próximo asesino en masa está por ahí –en algún lugar– observando con mucha atención lo que nos decimos y nos hacemos. Y probablemente es alguien tan cuerdo como tú o como yo.

Richard A. Friedman es profesor de psiquatría clínica y director de la clínica de psicofarmacología de la Facultad de Medicina Weill en la Universidad de Cornell. También es columnista colaborador de la sección de Opinión.

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