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Estado

Luto en la Sierra Tarahumara

Asesinato de dos jesuitas y un guía causa indignación en una zona capturada por intereses criminales e invadida por la impunidad

Marcela Turati
Agencia Reforma

miércoles, 22 junio 2022 | 07:05

Agencia Reforma

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Ciudad de México.- "Ya no puedo callar y necesito compartirles mi dolor". Comenzaba así el mensaje de WhatsApp que recibí a la 1 de la mañana del martes 21 de junio del padre Javier Ávila, quien nos informaba que en Cerocahui, en la Sierra Tarahumara, acababan de matar a Javier Campos y a Joaquín Mora, "ambos hermanos míos jesuitas", y que sus cuerpos estaban desaparecidos; se los llevó el sicario.

"Lo tuve que callar porque había amenazas sobre la comunidad si acaso hablaban", decía el breve mensaje de "dolor, rabia, fe" del padre "Pato", como le decimos todos los que conocemos a Ávila.

En dos portales de noticias de Chihuahua se mencionaba -aún con datos preliminares- que un hombre había corrido a esconderse a la iglesia del poblado de Cerocahui, donde la Compañía de Jesús tiene una misión, y en el hecho había sido asesinada esa persona y los dos sacerdotes que intervinieron para ayudar, uno al herido y el otro a su compañero jesuita.

Más tarde se supo que había más personas asesinadas, entre ellas el guía de turistas Pedro Palma, y que los sicarios se habían llevado a varios rehenes de un hotel.

También comenzó a mencionarse que los asesinatos se atribuían a José Noriel Portillo, conocido como "El Chueco", un joven capo de la zona que tenía un violento historial.

Dirige la siembra, producción y tráfico de amapola en la barranca y en la alta Tarahumara, y controla tres municipios: Urique, Guazapares y Uruachi, donde -a punta de asesinatos- obliga a comunidades rarámuris y mestizas a abandonar sus tierras. Trabaja para "Los Salazar", asesinos de la periodista Miroslava Breach, grupo que responde al Cártel de Sinaloa y ha puesto Alcaldes.

Portillo encabeza uno de los muchos grupos armados que controlan, cada vez en más áreas, la región norteña de Chihuahua conocida como la Tarahumara, nuestra bella y amada sierra donde comunidades enteras viven esclavizadas bajo una dictadura del terror.

Bajo la lógica de mercado de la empresa transnacional que requiere de sus tierras, de sus bosques, de su mano de obra, de su silencio, para el negocio de la droga.

Todas las personas que viven en esa sierra saben los riesgos que corren. Especialmente los sacerdotes, religiosos, laicos y voluntarios que dedican su vida a acompañar a las comunidades mestizas y rarámuris, como la del pueblo de Cerocahui, en Urique, que viven sometidas a la violencia criminal.

La violencia no es reciente. Comenzó a notarse desde que el narcotráfico se infiltró en las elecciones, con apoyo de gobernadores, y que los candidatos -como dice la gente- "ya no eran gente de partido", sino gente adinerada, caciques patrocinados por narcotraficantes o los propios capos y sus familiares -como lo documentaron las periodistas Patricia Mayorga y Miroslava Breach; ésta última asesinada en 2017 por esas notas-.

Recuerdo que en 2014 o 2015, en un taller con gente cercana a la Iglesia católica al que acudí en el pueblo de Sisoguichi, antigua sede de la diócesis de la Tarahumara, los asistentes comenzaron a confesar el miedo que tenían atorado en la garganta.

Un joven integrante de una organización de ayuda humanitaria relató, casi llorando, que había sido golpeado por unos sicarios al pie de una carretera y que ese era su último año en la sierra.

Una religiosa contó que ella y su comunidad debieron guardar silencio sobre una masacre que había ocurrido, y que pudieron contar meses después. Un gobernador rarámuri repetía que no era tiempo de hablar, pero de inmediato soltó un dato que tenía atorado: en su comunidad unos sicarios habían quemado a una familia.

Recuerdo que varios integrantes de organizaciones se preguntaban si era mejor callar, para que los grupos armados les permitieran seguir haciendo su trabajo, o denunciar la violencia que se expandía por ese territorio de paisajes arbolados, de ensueño.

"Nos hemos mantenido vivos por no hablar y por eso nos permiten hacer el trabajo que hacemos", comentó alguno. Su labor es necesaria, acompañando a las comunidades rarámuris para la comercialización de sus productos.

La realidad, cada vez más estrujante, se cuenta con despojos de tierra a los más pobres, los desplazamientos forzados de comunidades enteras, la tala de árboles por grupos criminales, los asesinatos a líderes ambientales y a líderes comunitarios, la siembra extensiva de amapola, el reclutamiento forzado de niños y jóvenes, la captura de personas como esclavas para trabajar la tierra, la desaparición de personas, las amenazas, el uso descarado de armas, y los asesinatos y masacres brutales.

Todo esto en complicidad con quienes dicen ser las autoridades. Cada administración de Gobierno se hereda este problema.

Desde 2007, cuando acudí a visitar a la veintena de estudiantes a quienes di clases en 1993, cuando pasé un semestre en una misión de religiosas que trabajaban en una telesecundaria de Yokivo, Guachochi, me encontré con que sólo una de mis alumnas vivía en el pueblo, que los demás habían emigrado a ciudades grandes del estado o a Estados Unidos, y otros dos habían sido asesinados y uno desaparecido.

El pueblo ahora está tomado por grupos armados.

En 2008, el pueblo turístico de Creel, donde hace una parada el tren de pasajeros que recorre desde Chihuahua al Pacífico, fue el escenario de la primera masacre durante el sexenio de Felipe Calderón, de 12 hombres -la mayoría jóvenes estudiantes- y un bebé.

En esa ocasión el padre "Pato", jesuita que dirige el centro de derechos humanos Cosyddhac, tuvo que ejercer de Ministerio Público porque la Policía desapareció y las autoridades ministeriales tardaron horas en acudir, mientras los cadáveres estaban tirados en el suelo.

Desde entonces, en mis viajes por esa región, cada vez más escuché anécdotas de agentes de pastoral, defensoras de derechos humanos, técnicos forestales o funcionarios públicos sobre la amarga realidad.

Que si cuando intentaron medir un terreno los rodearon hombres armados. Que si cuando dieron vuelta por una curva los esperaba un retén de sicarios. Que si recibieron una amenaza por apoyar a familias desplazadas. Que si el pueblo se quedó sin personal médico o docente porque nadie quiere ir desde que a alguno lo secuestraron o golpearon o amenazaron o asesinaron. Que si en las misas no se puede pedir en voz alta por las personas desaparecidas.

Así está la Tarahumara: capturada por intereses criminales y sus habitantes como esclavos.

Escribo este mensaje a las prisas, cuando siguen llegando noticias que indican que el número de rehenes puede ser de hasta 40, que fueron encontrados cuerpos en la zona, que la Guardia Nacional se hará o se hizo presente, que se celebran misas para que aparezcan los cuerpos de los jesuitas, y que sean encontrados sanos y salvos los rehenes.

Y sigo recibiendo mensajes de jesuitas que narran que sienten dolor, pero también amor por saber que sus hermanos "murieron como siempre vivieron, amando y protegiendo a sus hermanos", otros de amigos de la Ibero que trabajan con las comunidades rarámuris y se preguntan si ese crimen desalentará a más jóvenes a ir a trabajar en la Tarahumara, de amigos periodistas que saben que lo ocurrido en Cerocahui es lo que llevan años padeciendo las y los serranos, especialmente los más vulnerables.

O textos como el del "Pato" Ávila, que concluía con un mensaje de fe: "son muchos los detalles, pero no es el momento más que para compartirles mi dolor, mi rabia, y también mi fe en el Dios de la vida que nos sigue llamando a dar la vida por los demás y a no detener nunca el paso, porque nos queda mucho por andar".

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