Opinion

Manuel, domador de leones

Carlos Murillo
Abogado

2018-12-01

Ya es tarde, en unos minutos darán las cinco de la tarde y a esa hora oscurece. Para mitigar el frío compré un café americano de tamaño mediano y lo preparé con dos sobres de Splenda y dos botecitos de crema.
Me gustan estas tiendas de autoservicio como el Oxxo o el Del Río donde tienen una barra con sillas para sentarte y tomar un refresco o un café. Si es frente a la ventana mejor.
Falta un rato para mi cita, puedo darme el lujo de sentarme y ver el mundo arder detrás de la cortina invisible que separa al cocinero de lo cocinado. La vista en este enorme aparador es un poema posmoderno, al fondo, el cielo rojo que anuncia la noche enmarcado con los anuncios gigantes de Wendy’s, Peter Piper Pizza y de un motel, La Villita.
Rompiendo la cotidianeidad, se asoma la silueta de una carpa a cuatro palos del Circo Atayde Hermanos, a unos pasos está el McDonald’s y enseguida el Poder Judicial Federal, un microcosmos que confluye en el vértice de las cuatro esquinas, a las que se refiere Laura León en su mítica canción “La abusadora”.
En el mismo lugar, pero por las mañanas, he visto a una señorita sentada en una silla de lámina durante unas tres horas. Su presencia es un acto de resistencia ante la globalización; la acompaña una mesa plegable que sostiene una hielera roja y una manta de vinil que dice “Burritos 10 pesos”.
Para mí, los mejores burritos de hielera son los del “Cholo” que se pone en las fronteras del ICSA. Lo pueden encontrar a unos pasos del edificio de sociología de 8 a 10 de la mañana. Para mí tienen 9 juangas (el máximo en la escala), aunque no tengan la corona de los Garnacha Awards que otorgan anualmente en el grupo de Facebook “Garnachas y Restaurantes”.
Rompe la escena un hermano rarámuri que entra al Oxxo y le paga al cajero una lata de cerveza. Luego sale de la tienda y, sin ningún pudor, le da un sorbo. Acto seguido se acomoda en el antebrazo las bolsas de hierbas que trae colgando en un alambre circular, después se esconde detrás de una barda –que está a unos pasos– donde se anuncia un club de fútbol soccer. El hermano rarámuri se sienta en cuclillas y se termina en cinco minutos su bebida. Después sigue vendiendo hierbas entre los autos.
Este fresco que pinta el destino solamente puede ser definido como hiperrealista.
A lo lejos, veo la silueta de un hombre que viene caminando. Su estatura está debajo de la media, de complexión delgada que alguna vez fue atlética, usa el pelo un poco largo pintado de negro, con lo que intenta ocultar sus primeros setenta años que parecen noventa porque las grietas de las arrugas se acentúan por la tez blanca.
Luce una camisa blanca impecable, pantalón vaquero del tipo Wrangler color marrón con zapatos de vestir mocasines. En el dedo índice de la mano izquierda trae un anillo de plata con un feroz león que tiene dos zafiros morados por ojos.
El sujeto se sirvió un café negro y en la caja pidió unos cigarros Marlboro, su total fue de 56 pesos, que pagó con morralla. Después se sentó enseguida de mí y dijo con una voz educada “buenas tardes”; el tono y la dicción eran de un locutor de radio. Un personaje ideal para cualquier película de vanguardia.
“Buenas tardes”; contesté, falsamente sorprendido, mientras simulaba que estaba viendo algo importante en el celular. De reojo alcancé a ver que en la mano derecha soló tenía tres dedos y en la muñeca se alcanzaba a ver una esclava de plata con la inscripción “Dostoyevski”.
Con el clásico ritual del fumador, golpeó la cajetilla de cigarros en varias ocasiones y después jaló la cinta metálica para abrir la tapa de plástico. Mientras terminaba el protocolo silbaba un pasodoble que lleva por título “El Gato Montés”.
“Disculpe, caballero, ¿sabrá usted dónde puedo comprar una correa para mi reloj?”, me dijo con el tono de un mayordomo. De nuevo fingí sorpresa y le contesté; “creo que hay una tienda en el Walmart de la Ejercito Nacional… ¿sabe dónde es?”, contesté para seguir con la conversación.
“La verdad no soy de aquí, vengo con el circo”, me dijo a modo de disculpa. Nunca había conocido a un cirquero, menos a uno con tres dedos. “No está lejos de aquí. Por esta misma calle –le decía mientras manoteaba como un tránsito– más adelante hay un puente, a unos trescientos metros está el Walmart”, le contesté, y con eso parecía terminar la plática.
No podía perder la oportunidad, debía reactivar el diálogo lo antes posible –pensé–, entonces le dije “¿es su primera vez en Juárez?” y el personaje comenzó a hacer cuentas con los dedos. Obviamente iba a llegar hasta ocho solamente y volver a empezar. “Doce veces en Juárez, la primera vez en 1974, este lugar es maravilloso, me encanta la frontera”, afirmó con un dejo de nostalgia.
Ahora fue él quien pidió reanudar la plática, “¿usted es de aquí?”, cuestionó con la misma amabilidad “Sí, nací en juaritos”. El hombre sonrío y dijo: “así le decía mi amigo Peter San Juan II, juaritos. Él había nacido aquí por accidente, su familia venía con el circo, su padre fue un domador de leones muy famoso que murió muy joven en un accidente”; interrumpí la espléndida narrativa con una pregunta cándida: “¿el accidente fue con un león?” y el tipo soltó una carcajada, “no, no, para nada –dijo mientras se secaba la frente con un pañuelo color amarillo–, se le cayó un mástil del circo encima, agonizó tres días antes de morir”, remató.
Yo no sabía si darle las condolencias o dejar pasar el penoso momento, pero como parecía no tener ningún sentimiento con el finado, entonces simplemente me disculpé y le pedí que continuara con el relato.
“Peter San Juan II y yo éramos compadres, yo entré al circo como boletero en 1972; tenía 16 años y me había escapado de la miseria. En mi casa éramos diez hermanos, puros hombres, yo era el sexto y nunca fui a la escuela, puro trabajar”, hizo una pausa y me enseñó los cigarros para preguntar si deseaba fumar afuera. Aunque no fumo acepté moviendo la cabeza y mostrando la palma de la mano como un torero que avienta el pase largo para correrle la atención y dirigirlo a la puerta.
Salimos al frío. Encendió primero mi cigarro y después el suyo en un gesto de buenos modales. El humo puede acabar con la salud pero no con la educación.
“Fui boletero dos años. Conocí todo México y otros países, una vez hicimos una gira hasta Centroamérica, ya mero me andaba quedando en Perú, porque me enamoré de una enfermera preciosa y le prometí que regresaría por ella, pero ya estando en México se me olvidó –respiró un poco de humo y continuó–, a mí, lo que más me impresionaba del circo eran los domadores, así que hablé con el mero mero, con el mismísimo hijo de don Aurelio, el fundador del circo, que ya para entonces tenía sus setenta y tantos, entonces llegué –puso sus brazos en jarras– y le dije, señor, soy Manuel, el boletero, écheme la mano, yo quiero ser domador de leones”.
Continuará…

X