Opinion

El limbo, por dentro

Pascal Beltrán del Río
Analista

2018-11-29

Tijuana.- “No era lo que esperaba”, me dice Ángel Araujo, un migrante hondureño que aceptó ser repatriado el martes junto con otros 101 miembros de la caravana centroamericana.
A punto de abordar una camioneta que lo llevará al aeropuerto para tomar un avión de la Policía Federal, Araujo me cuenta que tenía la idea de que entrar en Estados Unidos iba a ser tan fácil como había sido cruzar hacia Guatemala y México.
“No sabía yo, nunca había salido de Honduras”, se justifica el migrante de 30 años de edad, originario de Ceguaca, departamento de Santa Bárbara, un pueblo de cinco mil habitantes ubicado a casi cuatro mil 500 kilómetros de Tijuana.
“Nos habían dicho que nos iban a dejar pasar, que nos darían el asilo, pero ya me di cuenta de que no está tan fácil. Mejor me regreso a mi país”.
— ¿Lo volverá a intentar?
— Yo creo que sí, pero el año que entra.
Hace una pausa y agrega: “Pero mejor solo, sin caravana”.
— ¿Los engañaron?
— Para mí que sí... Nada es como me contaron. De haber sabido, mejor no vengo. Al menos no así. No de esta manera.
Araujo se despide con gesto resignado y sube a la camioneta, que arranca de inmediato entre una nube de polvo. Atrás queda el campamento de migrantes en la Unidad Deportiva Benito Juárez, en la confluencia de las calles 5 de Mayo y Sánchez Anaya.
Nos encontramos en uno de los barrios más duros de Tijuana, a donde los turistas sólo van para buscar putas y droga.
Con cerca de seis mil personas apiñonadas en sus jardineras y campo de beisbol, el refugio tiene una frágil estabilidad.
Lo digo no sólo por la precariedad de las moradas ahí levantadas -algunas de ellas hechas con ramas, pedazos de cartón y cobijas-, sino por el estado de ánimo de los migrantes.
Por los pasillos improvisados apenas pasan dos personas lado a lado. Un simple choque de hombros puede desatar la tensión, dando lugar a miradas hostiles. Peor aún es que alguien se detenga a conversar en esos reducidos espacios comunes, pues muchas veces recibe un empujón descortés de quien viene atrás.
Considerando el hacinamiento, la limpieza del lugar es aceptable. Las brigadas integradas por los propios migrantes levantan la basura y asean lo que se puede.
El mayor problema es matar el tiempo. Fumar es una de las principales actividades para lograrlo. Por todo el campamento deambulan personas con cajetillas abiertas en mano, vendiendo cigarrillos sueltos.
El peligro de un incendio está latente. Las cobijas, el cartón y las ramas secas podrían prenderse por una colilla encendida o un multicontacto defectuoso.
La poca privacidad y los niños que deambulan solos por todos lados -uno de cada cinco en el campamento es menor de edad- hace pensar en otros peligros.
En las ciudades por las que pasó la caravana rumbo al norte, ocurrieron peleas por el robo de un celular u otros motivos. La tensión acumulada por el largo viaje y la tediosa espera incrementa las posibilidades de conflicto.
Llama la atención que después de dos semanas en Tijuana, la mitad de los migrantes o menos haya acudido a anotarse en la lista de quienes buscan asilo en Estados Unidos. El lugar es muy conocido aquí: la mesa bajo la carpa azul frente a la garita de El Chaparral.
Me pregunto cuántos de estos migrantes saben que las autoridades estadunidenses apenas realizan entrevistas a cien peticionarios de asilo al día o menos, y que el tiempo de espera para una respuesta puede demorar meses. Antes de que ellos llegaran, ya había unas tres mil personas anotadas, de unas 15 nacionalidades distintas.
La asesoría no es lo que abunda en el campamento. La relativamente nueva Dirección de Atención a Migrantes del ayuntamiento de Tijuana -creada para asistir a los mexicanos deportados por Estados Unidos- hace lo que puede. Son apenas cinco los funcionarios del área.
Quienes llenan los huecos de información son dirigentes improvisados cuyo reinado suele durar pocos días antes de que sean sustituidos por otros. El martes por la noche, en la asamblea que diariamente se realiza, uno de esos líderes llamaba a los migrantes a ponerse en huelga de hambre para protestar por las deportaciones que la autoridad mexicana ha hecho de personas que han sido sorprendidas cometiendo un delito.
Antes de despegar de Tijuana para volver a la Ciudad de México, me detengo a pensar qué será de los seis mil migrantes que se quedan en la unidad deportiva.
Cierto, un centenar decidió volver sobre sus pasos el martes, acogiéndose a la repatriación voluntaria. Sin embargo, ese mismo día llegaron 200 nuevos migrantes. Esta será la primera prueba del nuevo gobierno.
Hay versiones de que la caravana quizá decida calarlo este fin de semana para ver cómo reaccionará ante un nuevo intento de incursión masiva en territorio estadunidense.
Si no eso será en el próximo capítulo de este éxodo, que ya está convocado en San Pedro Sula, Honduras, el 15 de enero.

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