Opinion

El derecho a la ciudad y el empobrecimiento de todos

Elvira Maycotte
Escritora

2018-11-20

Nadie desconoce el proceso de privatización del espacio que desde hace al menos dos décadas es evidente en nuestra ciudad. Me refiero al territorio que por esencia debiera ser público y que por interés de un grupo determinado termina siendo usufructuado por unos cuantos. El tema es que no se trata nada más de simples metros cuadrados que, literalmente, se arrebatan a quienes tienen derecho a hacer uso de ello, eso sería demasiado reduccionista: se trata de que en el territorio es donde suceden los actos de la vida urbana y resulta que, precisamente, las áreas que se privatizan son las que tienen mejores condiciones y, por tanto, mayor potencial para desarrollar una vida urbana incluyente.
Esta práctica sobre el territorio ha alcanzado magnitudes mayores principalmente en los países subdesarrollados por todo lo que envuelve, pues como se sugirió en el párrafo anterior, sus implicaciones abrazan temas económicos, sociales y hasta ambientales que, al no ser poca cosa, despertaron posiciones críticas como la que abanderó el sociólogo francés Henri Lefebvre: el Derecho a la Ciudad.
Es bueno recordar que cuando se hace referencia a la ciudad no se alude a elementos construidos como son las calles, edificios o plazas; eso es simple espacio urbanizado dispuesto para alojar a las actividades de los ciudadanos, a las relaciones entre los que somos y hacemos la ciudad. Por ello insistimos en que cuando hablamos de “ciudad”, debemos estar conscientes de que estamos aludiendo a un espacio social que por excelencia debe tener cualidades que permitan precisamente eso: socializar.
De aquí podemos extraer al menos dos premisas: la primera es una relación muy simple y directa que nos permite concluir que con cada metro cuadrado de espacio público que se privatiza, limitamos también la socialización, se afecta la economía de los ciudadanos –los beneficios del usufructo equitativo del espacio público debieran ser de todos y no sólo de unos cuantos– y hasta pudiera tener efectos ambientales adversos; y la segunda, resaltar el cómo se debe urbanizar el territorio que, al estar enclavado en el área urbana, debe alojar un uso social urbano. Ya Lefebvre que nos ofrece algunas pistas cuando afirma que debe estar sujeto a la experiencia de habitar y eleva el Derecho a la Ciudad a una “forma superior de los derechos: el derecho a la libertad, a la individualización en la socialización, al hábitat y al habitar. El derecho a la obra –la actividad participativa– y el derecho a la apropiación –que no es lo mismo que el derecho a la propiedad–”. Ante el dominio inmobiliario sobre el territorio, invita a los ciudadanos a construir, crear y decidir sobre la ciudad y las políticas urbanas que han llevado a la condición actual de inhabitabilidad.
Mas, como en cualquier caso, a todo derecho corresponde un deber, resta ahora preguntarse: si la facultad de velar por el bien común está depositada en el Estado y, específicamente, la administración del territorio en el Gobierno local, ¿realmente han sido garantes del cumplimiento de los derechos sociales, políticos y ambientales? ¿Dónde ha quedado el deber del Gobierno por atender el bien público? ¿Por qué la justicia espacial en términos de equidad se niega a los juarenses y, en cambio, se agudiza la segregación y la exclusión? No hablo de una problemática reciente: han sido largos años de desacato, de letra muerta y de poca o nula congruencia entre el decir y el hacer por parte de quienes han tenido la potestad de hacerlo.
Las reflexiones de Lefebvre surgen de una realidad empobrecida, que nunca es igual a una realidad pobre: empobrecer es la consecuencia de acciones –u omisiones– sobre algo o alguien que restan su valor, que aminoran sus cualidades. Pero ¿quién o quiénes han empobrecido nuestra realidad? De la boca de todos nosotros ha salido “tengo derecho a…”, pero ahora también pregunto ¿dónde han quedado los deberes de los ciudadanos? ¿Qué le damos a la urbe para que facilite la ciudadanía? Nos burlamos de quienes utilizan transporte alterno, somos incapaces de sembrar árboles en los áridos estacionamientos de nuestros negocios, cobramos “derecho de piso” por utilizarlos, aminoramos nuestra responsabilidad en los actos y procesos públicos… Ciertamente, nosotros mismos empobrecemos la realidad cada vez que pensamos ganar cuando pasamos sobre el derecho de los otros.

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