Opinion

Buscando el silencio

Hesiquio Trevizo
Presbítero

2018-09-22

Erling Kagge –55 años– es un explorador, aventurero, abogado, coleccionista de arte y editor noruego que ha buscado el silencio incluso en una experiencia extrema. Un ensayo de J. Elola me ha inspirado el tema.
Enfrentarse al silencio no es fácil. Encontrarlo, tampoco; de hecho, buscamos los lugares tranquilos para llenarlos de ruido y basura. Menos hallamos el silencio en medio de esta cacofonía en que se ha convertido la vida hiperconectada. Por eso la aventura de Kagge, un hombre en permanente búsqueda del silencio invita a pensar.
Existimos en medio del ruido. Acústico, visual, mental. Demasiada información bullendo simultáneamente y llegando por demasiados canales. Estamos permanentemente ocupados, siempre buscando algo que hacer. Con listas de cosas pendientes. Con la radio encendida en cuanto asoma una brizna de silencio. Con la música puesta, el televisor encendido, aunque nadie lo vea; enfrascados en nuestro teléfono, artilugio que encierra la incierta promesa de alejarnos del vacío. Tuiteando con nadie, oyendo a nadie, intimando con nadie. Realidad virtual. Todo con tal de no enfrentarnos al vértigo de la ausencia de sonido, a la aversión que produce una interrupción, por pequeña que sea, de ese zumbido constante que nos acompaña en el día a día y de noche a noche, el de la vida moderna, el que existe y el que, con entusiasmo y talante irreflexivo, alimentamos. Miedo al silencio. 
Kagge se trasladó a la Antártida, presuntamente, el lugar más silencioso del planeta, para enfrentarse al vacío. Allá fue buscando esa experiencia de silencio. Durante 50 días no convivió más que con el ruido de sus pisadas sobre el hielo. Eso me suena entre raro y familiar. Para mí, el silencio no es para fundirme con la naturaleza, sino para encontrarme con Dios como Elías en el Horeb, sí, en la naturaleza que es revelación primera de Dios (IRe.19,11ss).
La experiencia tuvo sus momentos duros, que llegó a llorar de frío, pero que sintió que se fundía con la naturaleza, que su cuerpo pasaba a formar parte del aire, del sol, del frío. Dice Kagge que hoy en día vivimos instalados en una permanente huida del silencio. Lo hacemos para huir de nosotros mismos. Lo tapamos todo con ruido. Sólo enfrentándonos al silencio conseguiremos conocernos. Es la clave, afirma, para una existencia plena. A este punto lo que queda claro es el efecto destructivo del ruido.
No conozco más de Kagge, pero caben algunas preguntas sobre el tema. Que la intención de silencio sea para encontrarse consigo mismo, en todo caso ello sería un punto de partida. Ya me encontré conmigo, y ¿ahora qué? Más allá del silencio, Agustín implora; “Que te conozca, Señor, y que me conozca”. Dios está en el silencio. En el silencio Dios revela el hombre al hombre. Es en el silencio donde Dios habla al alma y se hace fuerte; por ello el ruido es destructivo. Yo diría que el cristianismo sólo es posible en el silencio. Jesús buscó siempre el silencio para orar. Nos quejamos del silencio de Dios, pero lo que sucede es que el ruido nos ha alejado de él.
El ruido que nos rodea va a más, escribe Elola. Cada vez somos más y todos llevamos uno o dos móviles en el bolsillo. Ya hay más líneas móviles que personas en el planeta —7 mil 800 millones de tarjetas SIM para 7 mil 600 millones de personas, según el informe Mobile Economy de la GSMA. El catálogo de soniquetes, silbiditos e inframelodías se une a la sinfonía de los ya consagrados hilos musicales de los comercios, los rugidos y pitidos del tráfico, las alarmas… “Todo el ruido que generan las redes sociales sólo hace que la gente se sienta más sola, más inquieta, más frustrada”, dice Kagge.
Nuestra aversión al silencio no es cosa nueva. Ya lo decía Pascal en el siglo XVII: “Cuanto de malo sucede a los hombres procede de una única cosa, a saber, no ser capaces de quedarse quietos en su casa”. El filósofo y matemático francés planteó que todos vivimos, en cierto modo, atormentados por el momento presente. El desasosiego es algo natural, buscar algo que hacer, apagar el silencio de la inactividad, esquivar ese vacío, es humano. Pero nuestra huida hacia adelante ha ido a más con el paso del tiempo; hasta alcanzar límites que invitan a una reflexión.
El ruido, en el sentido más literal de la cuestión, es un problema mucho más grave de lo que pensamos. Así lo considera Julio Díaz, investigador que ha publicado 40 trabajos científicos que demuestran que la contaminación acústica es tan dañina como la atmosférica. “El ruido es un auténtico agresor”, asegura este doctor en Física, jefe del Departamento de Epidemiología de la Escuela Nacional de Sanidad del Instituto de Salud Carlos III. “El que lo sufre siente que lo atacan. Y el organismo tiene que repeler ese ataque”. Según sus estudios, el ruido debilita el sistema inmune. Es un exacerbante de enfermedades como el parkinson, la demencia o la esclerosis múltiple. Incrementa la mortalidad por “causas respiratorias, cardiovasculares y diabetes y exacerba la agresividad”. En días en que se producen picos de ruido en la ciudad, señala, se incrementan los partos prematuros. Esto y mucho provoca el ruido.
Pero el efecto destructivo del ruido va más allá. Lo mejor de la psicología nos permite calificar al hombre de hoy como el “el hombre alienado, inadaptado”. El hombre que ya no se pertenece a sí mismo y esto es la locura. Claro, de tras está el hombre masa que es un átomo solitario, uniforme que no difiere de los otros miles de átomos parecidos que constituyen la “la muchedumbre solitaria”.
Hoy el único elemento de cohesión de nuestra sociedad de masa, la base sobre la que se apoya es el ruido. Aquí no se trata del ruido tomado sólo en su sentido literal, sino también del ruido de imágenes, cine, tv, móviles en todas sus variantes, carteles, la publicidad, etc. 
Se diría que una fuerza horrible está tratando continuamente de apartar al hombre de la oración, de sí mismo y de Dios. Y comprobamos la extraña paradoja: mientras explotamos el ruido para ahuyentar la angustia, la ola ascendente de ruido acrecienta nuestra angustia. Contra estas potencias no hay más que una estrategia. La más antigua y la única invencible. La del Espíritu, la soledad y el silencio. Don J.V. decía que el alma necesita por menos cuatro horas diarias para resarcirse del desgaste que le provoca el trafago diario, aunque no sea para una meditación formal; sólo el simple silencio. El descanso.
El silencio no es sólo un fenómeno puramente negativo, es decir, la ausencia de ruido; sino además un elemento positivo y creador. Los más grandes mensajes que la humanidad ha recibido han llegado de la soledad y el silencio del desierto o de las situaciones límites: el mensaje de Moisés, él de Elías, de la soledad del desierto sale la voz de los profetas, de los filósofos griegos, de Juan Bautista, de Jesús, de Mahoma. El mensaje de Dostoievski brota de la soledad ante el paredón. El indulto llegó segundos antes de la orden de “fuego”.
Max Picard, sacerdote suizo alemán, dedicó páginas decisivas sobre el tema. Reporta una cita de Kierkegaard (1813-1855): “El mundo en su estado actual y la vida toda entera están contaminados por la enfermedad. Si fuera médico y se me preguntara: ¿qué recomienda usted? Respondería: ¡prescribid el silencio! Llevad a los seres humanos a desear el silencio. En la palabrería del mundo actual no se puede oír la palabra de Dios. Y si la palabra de Dios tiene que ser aullada por los amplificadores o instrumentos ruidosos, ya no sería su palabra”.
El efecto destructivo del ruido que nos aleja de la salud, lo he visto  impresionado hasta lo increíble, en la saga, que eso me parece, del asalto a un camión de valores, su trama y su final. Ejecutado por niños de 17 a 25 años; la jovencita de 17, 8 meses de embarazo. Tiene la nota de una travesura infantil y mortal. Si esto no es visto como datos de una sociedad enferma quiere decir que todos estamos enfermos. Baste la nota: “Dos días después del robo de 3.5 millones de pesos… se desató un drama que terminó con la muerte del ladrón y la detención de la viuda, de su presunto ‘amante’ y dos cómplices”. La ‘viuda’ es la niña de 17 años (El Diario). Alfred Hitchcock tendría a mano un guión estupendo para una de sus películas psicológicas de terror. Hace falta ese cine que nos refleje. Seres alienados, raros como El Extranjero de Camus.
Es el final de vivir sin Dios y sin esperanza, hundidos en el ruido, donde ya sólo oímos la voz del maligno.

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