Opinion

El chico de las placas rojas

Carlos Murillo
Abogado

2018-09-22

Hace unos meses fui con mi familia a las oficinas de Migración del Gobierno gringo en el puente de Córdova, para solicitar permisos para viajar. Para la mayoría de los juarenses ese trámite es bastante familiar, tanto que ya ni siquiera nos detenemos a reflexionar sobre lo raro que es el proceso.
Casi siempre este trámite resulta un auténtico viacrucis, sobre todo si es temporada alta y los famosos camiones que van a Los Ángeles (o a otros destinos populares para los mexicanos) se atraviesan en el camino. La espera puede durar horas y el trato de los agentes de Migración parece ser la crueldad simbólica institucionalizada.
Esta vez que le voy a narrar fue la excepción a la regla. El puente estaba casi vacío, al llegar a la joroba del puente vimos unos cuantos autos en fila. Eso solamente puede significar una cosa: es nuestro día de suerte –pensamos–.
Después de esperar unos minutos en la fila de autos nos estacionamos a un lado de las oficinas de Migración (las que están antes de pasar la garita). Nos bajamos y caminamos hasta la entrada. Discretamente toqué la panza del león de cobre que está antes de la puerta para pedir un poco de suerte, eso me recordó al Buda que vigila el estacionamiento en el restaurante Lai Wah Yen.
Fuimos directo a la ventanilla. Para nuestra fortuna había dos o tres personas esperando en las bancas azules, el agente de Migración hizo dos preguntas y registró las huellas para después sacarnos una foto. En total tardamos diez o quince minutos. Un tiempo récord.
Hasta entonces, la suerte parecía sonreírnos. Pero al salir todo cambió. Como si fuera en cámara lenta, vi a un auto impactarse con la puerta trasera de mi auto. El crack de la fibra de vidrio seguido de las micas del foco cuarteándose fue el principio de la pesadilla.
Como en las películas, lo único que se me ocurrió fue gritar ¡no!, seguido de la pregunta clásica ¿qué te pasa?, en esos casos la situación es tan absurda que no se puede responder más que con algo igual o más absurdo como ¿por qué lo hiciste?
En el auto-agresor había dos jóvenes de unos 18 años aproximadamente, un joven es quien manejaba y solamente alcanzaba a balbucear “no puede ser”, quizá lo repitió unas cincuenta veces en dos minutos con sus manos aferradas al volante.
La muchacha, un poco más tranquila, me explicó que eran novios y tomaron el auto prestado para llevar a un familiar a su trabajo, pero de regreso se equivocaron de salida y terminaron atrapados en la fila del puente libre, se estacionaron sin saber qué hacer, se pusieron nerviosos y al querer salir rápidamente pasó el accidente. El auto era de la mamá de la joven y tenía placas rojas.
Los dos autos quedaron fundidos lámina con lámina. Una maniobra bastante torpe en el peor lugar, a unos metros de la caseta de Migración gringa. En teoría, pasando la línea divisoria –que está a la mitad del puente– ya es jurisdicción de Estados Unidos, pero estamos en los terrenos de Migración ¿qué pasa en estos casos?, una pregunta para los expertos en derecho internacional.
La siguiente escena también podría aparecer en una película, pero esta vez cómica. Al lugar llegaron dos guardias de seguridad privada que trabajan en las oficinas de Migración y que se encargan de vigilar las instalaciones, sin arma, sin placa; bien podrían ser guardias de un centro comercial o de una bodega.
Cuando llegaron, como la autoridad de primer contacto, les expliqué lo que había sucedido en spanglish y su respuesta fue que, según su protocolo, debían levantar un reporte interno y que nosotros debíamos intercambiar los datos del agente de seguro para que lo resuelvan los ajustadores; finalmente explicaron que ellos no eran autoridad para hacer nada más.
Si el auto agresor tenía placas rojas, era obvio que no tendría seguro. Pero soy un hombre de fe. Pregunté a la muchacha y me confirmó mis sospechas: no estaba asegurado el auto chocolate.
Por un lado estaba muy molesto por el golpe y malhumorado porque me echaron a perder una de las pocas satisfacciones que es posible tener en Migración –que es salir rápido–; pero al mismo tiempo estaba muy entretenido porque tenía curiosidad por saber cómo iban a resolver este caso los gringos.
Cuando los guardias de seguridad privada se enteraron de que el auto no tenía seguro se les acabó el protocolo, entonces me dijeron que si no hay manera de arreglarlo tendrían que llamarle a la Policía; inmediatamente le pedí que lo hiciera. Jamás se acercó un agente de Migración.
Unos veinte minutos después llegó un policía, esta vez con pistola y placa, la representación inequívoca de autoridad. Los guardias de seguridad le informaron sobre el caso y el policía apuntaba en sus notas de registro.
Entonces llegó el policía hasta nosotros, se presentó muy educado y nos pidió (ordenó) que mostráramos el registro del auto, la licencia de conducir y el seguro. Yo entregué los documentos que ya tenía en la mano, pero el joven le dijo que no traía nada de eso. Por segunda vez en el día vi la misma expresión de asombro, esta vez del policía y de los dos guardias de seguridad que se convirtieron en traductores, sus caras de incredulidad los delataron.
Los jóvenes no traían ni credencial de elector, mucho menos iban a traer visa. Estaban en el limbo jurídico. La situación pasó de difícil a imposible. El policía pidió hablar conmigo en privado y me llevó a un lado auxiliado por su nuevo asistente y traductor, ahí me dijo que no podía hacer nada, entonces enfatizó: “te recomiendo que tomes fotos y le pidas sus datos, porque el accidente pasó antes de la garita y no traen pasaporte, así que Migración los va a regresar porque no traen visa y para las leyes de Estados Unidos ellos no existen porque su auto no tiene registro, ni seguro, ni licencia”.
Entonces me di cuenta de que, gracias a este accidente, encontré un agujero negro del derecho, estaba frente a frente con la mítica “nada jurídica”. Lo primero que vino a mi mente es la canción “The Man Who Sold the World” de David Bowie en el diálogo que dice “pensé que habías muerto” y contesta “oh, no, no yo, yo nunca perdí el control”. El caos que siempre nos persigue nos había alcanzado y frente a nosotros venció al cosmos.
Estados Unidos, un país avanzado, no tenía respuesta para este caso. Final inesperado: el auto chocolate y el chico adolescente de las placas rojas vencieron al derecho del coloso moderno de la libertad y la democracia, Estados Unidos. Un pleito del tipo Sansón y Goliat.
En Juárez, según datos de Recaudación de Rentas, hay 35 mil autos con placas rojas o algún registro equivalente, otros datos de los loteros arrojan 50 mil, pero seguramente son muchos más y ninguna autoridad hace nada, porque se ha convertido en un nudo gordiano.
Los usuarios de las placas rojas dicen que el transporte público es tan malo que tienen que buscar alternativas para trasladarse, entonces compran autos baratos que no se pueden importar y los registran en asociaciones que dicen defender los derechos del pueblo; el Municipio, que regula el tránsito de los vehículos, dice que es problema de la Federación porque no permite la importación y se convierte en una causa popular y botín electoral; el Estado, quien es el responsable de la política de transporte público, no puede hacer nada; la Federación, que pone las reglas para la importación, no entiende razones ni tiene capacidad para perseguir a los autos chocolates; y nadie tiene un corralón tan grande para meter más de 50 mil autos, así que mejor permiten que las cosas sigan igual.
El desenlace no pudo ser más surrealista. Al final llegó la dueña del auto (madre de la muchacha), acompañada de un tío con ciudadanía americana y, como todo un héroe, dijo que se haría cargo de los daños. Yo accedí al compromiso. Los jóvenes y la madre regresaron a México a pie, el tío pasó el auto por la garita americana. Seguramente el auto del engomado rojo sigue circulando por Juárez. El policía respiró tranquilo y me pidió que firmara un reporte donde estaba de acuerdo con retirar los cargos inexistentes (algo que me pareció ridículo, pero lo hice con fe)  y los guardias de seguridad se quedaron platicándole a un agente de Migración lo sucedido.

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