Opinion

De política y cosas peores | Poseídos por el deseo

Armando Fuentes
Escritor

2018-09-10

Ciudad de México.- ¿Te conté alguna vez, sobrino Armando, de cuando hice el amor en una iglesia? No pongas esa cara. Ya te he dicho que en su larga vida de pecador carnal tu tío Felipe ha hecho el amor en muchas partes: en un cine -no en un autocinema, que para eso eran, sino en un cine normal, de los que no son para eso-; en un autobús de pasajeros -"La noche es larga, y en algo hemos de entretenernos", me dijo al oído mi desconocida compañera de asiento después de que en la oscuridad me puso una mano en el muslo; en el escenario de un teatro -luego te relataré esa historia-; en una oficina pública, con miedo de que llegara el titular... Pero hacer el amor en una iglesia, Armando, eso no cualquiera. ¿Quieres saber cómo sucedió? Va de historia, que no de imaginario cuento. En aquel tiempo yo era joven y no feo, como decía la revista Confidencias. Me contraté de agente vendedor para un laboratorio que fabricaba el jabón "Flor de Cerezo", ya desaparecido. "Con aromas de Oriente", decía su publicidad. Cierto día llegué a un pueblo del Bajío, y en la tienda vi a una mujer ya entrada en años, cincuentona quizá, pero todavía de muy buenas carnes. Al salir me miró con una mirada que más que de invitación me pareció de súplica. Le pregunté al tendero: "¿Quién es esa señora?". Me respondió: "Es la guardiana de San Tiburcito". No entendí. El hombre me explicó que en las afueras del pueblo, sobre un pequeño cerro, había una capilla donde se veneraba a ese santo, un niño que había sido muerto por una bala perdida en un encuentro entre federales y cristeros. Me dijo que el tal santito no era en verdad santo -el cura del lugar no lo reconocía-, pero de cualquier modo la gente le tenía devoción; le rezaba y le llevaba flores y limosnas para pedirle tal o cual milagro. El difunto marido de la mujer, que había sido coronel del Gobierno, le construyó aquella ermita, temeroso de que una bala de su máuser hubiera sido la que mató al chamaco. El sitio era administrado ahora por su viuda, mujer solitaria que no trataba a nadie; ni siquiera iba a misa. La gente no la veía bien. Esa misma tarde fui a la capilla. Ahí estaba ella, tras un mostrador con estampas e imágenes del santo. Caía ya la noche. Todo era soledad. La vi y me vio. No necesitamos más. Parecía que con aquella mirada en la tienda nos habíamos entendido. Sin decir nada cerró la puerta tras cerciorarse de que no venía nadie, y apagó el único foco que daba luz al recinto. Fue al altar del santito, se quitó la blusa y le cubrió con ella la cabeza. Trajo luego un fardo de tela morada -debe haber sido el cortinaje que se pone en la cuaresma para tapar los retablos de los santos-, lo puso en el suelo y se tendió sobre él. Me tendí yo también al lado de la mujer. Al punto me abrazó y me besó con una fuerza que me asombró y me excitó a la vez. Ni siquiera alcanzamos a quitarnos toda la ropa. Nos retorcimos en la oscuridad poseídos por el deseo. El brillo de sus ojos daba más luz que la vela que ardía en un pebetero. No hablamos. Se oían sólo nuestras respiraciones agitadas. Terminamos, creo, al mismo tiempo. Se reclinó en mi pecho. Después de un rato de estar así se levantó y me dijo: "Gracias". Ésa fue la única palabra que le oí. Nos compusimos las ropas en silencio. Luego tomó una estampita del santo, me persignó con ella y me la dio. Fue todo. Al día siguiente me marché del pueblo, temeroso de aquella mirada suplicante. No sé dónde quedó la estampa de San Tiburcito. Lo que sí sé es que la mujer quedó en mí para siempre. Jamás la olvidaré: me dijo "Gracias" e hizo sobre mí la señal de la cruz. Lo demás, sobrino Armando, es lo de menos. FIN.

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