Jesús Antonio Camarillo
Académico
Hace todavía algunas décadas, la leyenda de “El robachicos” con la que los padres y madres asustaban a sus hijos para que se metieran temprano a la casa o, simplemente, como artimaña de persuasión para que los pequeños se apaciguaran, constituía una expresión partícipe de un mundo que se aprecia cada vez más lejano. Hoy, “El robachicos” está plenamente materializado. No es mito ni componente de leyenda y adquiere facetas cada vez más sofisticadas.
De acuerdo con datos emitidos por la Red por los Derechos de la Infancia (Redim), en el sexenio de Felipe Calderón se reportaron mil 584 casos de desapariciones de niños y adolescentes; en el gobierno del presidente Peña Nieto, durante los primeros cinco años la cifra alcanzaba ya, hasta julio de 2017, las 4 mil 394 desapariciones de menores, es decir, casi tres veces más alta que la cifra registrada en todo el sexenio anterior.
Por supuesto, la fría estadística queda como un parámetro que debería encender todas las alertas, pero lo que cada desaparición conlleva es la exposición de un fracaso sistemático que si bien nos involucra a todos, tiene al Estado como su principal imputable.
¿Quién ha dejado crecer y aun solapado el hecho de que la desaparición de nuestros niños esté en muchos casos asociada a la violencia y a la explotación sexual, al tráfico de órganos, al reclutamiento y desplazamiento forzado, a la trata de personas?
Dejando atrás su pasado de asusta imberbes, “El robachicos” se ha convertido en una cruda realidad, adoptando más de un perfil. Y uno de ellos es el robachicos por omisión. La inacción, la demora, la desatención, la negligencia, el despotismo, que con frecuencia muestran las autoridades de los tres niveles de gobierno ante las peticiones y justos reclamos de quienes han perdido a sus pequeños raya en lo criminal. Esas familias han sido despojadas de lo más valioso que tienen y lejos de que las autoridades hagan su trabajo, desde la implementación del trazo general de la política pública que ataje o cuando menos aminore el problema, hasta la labor más concreta de búsqueda y rastreo del menor, se desentienden y suelen llegar muy tardíamente, cuando ya no hay nada que hacer, salvo contemplar el llanto desgarrador.
Quizá no se está del todo consciente que cada niño es responsabilidad del Estado. Pensamos, erróneamente, que los niños sólo son responsabilidad de sus padres, de su familia. Criminalizamos a la abuela que deja al pequeñito salir solo a la tienda de la esquina. Acusamos a la madre trabajadora que tiene que dejar encerrados a sus hijos en la vivienda para salir a trabajar. El coraje y la indignación nos hacen ver culpables en todas partes.
Quizá el gran robachicos sea el que ha dejado crecer todo esto. El que ha permitido que a nuestros pequeños les sea arrebatada la infancia y pasen a formar parte de lo más prescindible del crimen organizado; el que se olvida que un niño debe estar estudiando y jugando, no siendo explotado ni vulnerado en sus más básicos derechos; el que no hace nada por revertir la impunidad de quien se aprovecha sexualmente ellos, porque el monstruo pertenece a un círculo económico o religioso intocable.
Uno quisiera que “El robachicos” volviera a encarnarse en el hombre del costal con el que nuestras madres nos asustaban por andar de vagos jugando en la tierra o echándonos agua con esas pistolas de colores culpables de que más de un mueble quedara defectuoso para siempre.
Deseamos también que lo que pasó con el pequeño “Rafita” nunca más vuelva a ocurrir.