Opinion

Nuestros niños: otra vez la muerte

Lourdes Almada Mireles
Analista

2018-08-16

Qué sensación más descorazonada me invade a la hora de escribir este artículo. Es día de entrega y las palabras no aparecen por ningún lado. Sólo silencio. Un silencio que esconde atragantado un infinito dolor, una interminable rabia, una profunda desesperanza. No atino a decir nada. No encuentro palabras. Al cabo de un rato, de buscar, de intentar, aparecen imágenes, muchas imágenes. Niñas, niños, adolescentes, muertos, desaparecidos; imágenes de pesquisas, familiares desesperados, destrozados ante la ausencia o la muerte de sus hijas e hijos; escenas de crimen, encabezados de noticias, sangre, muerte, dolor, cuerpos tiernos mancillados, caras nuevecitas y ojos grandes con brillo de inocencia y ternura. Todo se agolpa y se me anuda en la garganta.
Aparece, como un golpe a la conciencia y una muestra brutal de la sociedad que somos, la imagen del Monumento a los Indios Mansos y aparece el espacio vacío, el espacio del niño que fue robado. Aparecen los pies anclados al suelo y la imagen cortada a serrucho, incompleta, lastimada, del niño que fue arrancado de su comunidad. Aparece también la imagen del sitio “limpio”, un cuadrito de metal del que quitaron los pies, como queriendo olvidar, como queriendo que no se note, que no duela.
Camino con frecuencia por el parque Cuatro Siglos. Como un ritual rodeo la escultura. Me parece inoportuno pasar por el centro. Trato de no mirar. Quisiera no mirar el vacío, la ausencia, la tragedia, pero un estremecimiento me sobrecoge cada vez. Aparecen entonces los gritos de dolor y desesperación. El grito de todos los niños que se representan en ese niño cuyos pies fueron serruchados, el grito que representan esos indios ante la ausencia de su niño; el grito de ‘Rafita’ y el de sus padres y su abuela; el grito de ‘Tomatito’ y los suyos, el grito de James, aquel niño de siete años que desapareció en Riberas y encontraron muerto días después.
Y llegan de más al fondo, el grito y la imagen de Airis Estrella, siete años, su cuerpo ultrajado, mutilado, escondido en un bote con cemento. El clamor de sus padres, el clamor de la ciudad que se estremeció ante la barbarie, 2005 era entonces. Airis Estrella, como ‘Rafita’, fue a la tienda y no volvió. Las autoridades, como ocurrió recientemente, se negaron a investigar de inmediato el secuestro y colaboraron poco en la búsqueda. Familiares y vecinos se hicieron cargo, ante una actuación indolente o negligente.
Las imágenes se agolpan y yo sigo sin palabras. Voy entonces a buscar las palabras de otros y otras. Y en sus mensajes encuentro algo de mi voz, un poquito de mi propia palabra.
Pido perdón, como muchos lo han hecho: “David, ‘Rafita’, perdón porque los adultos no pudimos construir para ti un mundo seguro y sin maldad. Dice el maestro Agustín García que el polvo que viaje en un rayo de luz tiene conciencia de la paz. Que hoy tu espíritu sea ese polvo estelar que vuelve a las estrellas. Descansa en paz”.
Me indigno con Mariana: “Me chocan los encabezados que incriminan a las familias: lo más normal del mundo sería vivir en una ciudad donde los niños y las niñas vayan solos a la tienda”. Comparto con Diana un deseo que me parece elemental: “Quisiera vivir en un mundo donde niños y niñas puedan ir solos a la tienda. Donde las mujeres podamos viajar solas. Donde no se juzgue ni culpe a las víctimas”.
Me sumo a la denuncia de Hernán: “El Gobierno municipal no está obligado a gastar en Comunicación Social... sí en políticas para prevenir la violencia contra la infancia... Pero el gobierno de Cabada le asignó 104 millones de pesos a Comunicación Social, 3 millones a redes sociales y cero pesos a la parte municipal del Sistema de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes... Ahí se hacen evidentes las prioridades”.
Agradezco entonces la posibilidad de encontrar en otros, con otros, las palabras que tengo perdidas. Acude en mi auxilio José Emilio Pacheco, que en este poema titulado “Fin de siglo”, me presta las palabras precisas:
“No quiero nada para mí:
sólo anhelo
lo posible imposible:
un mundo sin víctimas.
“Cómo lograrlo no está en mi poder;
escapa a mi pequeñez, a mi pobre intento
de vaciar el mar de sangre que es nuestro siglo
con el cuenco trémulo de la mano
Mientras escribo llega el crepúsculo
cerca de mí los gritos que no han cesado
no me dejan cerrar los ojos”.

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