Opinion

El presidente y su partido

Pascal Beltrán del Río

2016-07-21

Ciudad de México– La última vez que un presidente de la República surgido del PRI quiso resolver su sucesión en favor de quien era percibido como su favorito, la cosa terminó mal: el candidato Luis Donaldo Colosio fue asesinado.
Y la única vez que el PRI designó a su candidato a Los Pinos pasando por encima de la opinión de un presidente de extracción priista, también terminó mal: el candidato Francisco Labastida perdió la elección y el partido tardaría 12 años en volver a la Presidencia.
De cara a la sucesión en 2018, el presidente Enrique Peña Nieto y la nomenklatura del PRI tienen frente a sí esas dos experiencias. ¿Las tomarán en cuenta?
Hace cinco sexenios que el favorito del presidente en turno no llega a convertirse en su sucesor. La última vez que eso sucedió fue cuando Miguel de la Madrid hizo de Carlos Salinas de Gortari el candidato del PRI en 1988.
Cuando los tiempos de la postulación eran inminentes, a mediados de 1987, De la Madrid confesó a uno de sus cercanos que sólo veía dos opciones para sucederlo: el secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, y el de Programación y Presupuesto, Carlos Salinas de Gortari.
De la Madrid se inclinó por Salinas, aunque el destape de éste no ocurrió de la manera tradicional sino mediante una pantomima de consulta a la base, en la que seis supuestos aspirantes desfilaron por una pasarela para dar la impresión de que sería el partido el que escogería.
Salinas resultaría electo en 1988, pero no sin una fuerte división en el PRI que estuvo a punto de derivar en la pérdida de la Presidencia y, peor aún, en una sublevación popular.
Cinco sexenios es un tiempo largo. Sería absurdo pensar que los estilos de entonces se pueden replicar. Dudo que el presidente Peña Nieto piense que basta su opinión personal para escoger a un candidato que pueda sucederlo.
También dudo que la nomenklatura del PRI –donde últimamente se han escuchado murmullos de inconformidad con el gobierno– piense que puede imponer exitosamente a un candidato en 2018 sin considerar la opinión del presidente.
Si ambas partes tienen claro lo anterior, lo único que queda es sentarse a la mesa y ponerse de acuerdo.
Está visto que el PRI puede meter una zancadilla al gobierno y viceversa. Es posible que una cosa y otra hayan sucedido en las elecciones del pasado 5 de junio. Lo que aún no me queda claro es si el partido y el presidente admitan que se necesitan el uno al otro.
En el partido seguramente resienten que el grupo compacto del presidente –un conglomerado de políticos mexiquenses e hidalguenses– haya concentrado tanto poder luego de que Peña Nieto ganó la elección en 2012.
En Los Pinos seguramente resienten que muchos en el partido no reconozcan el papel que jugaron esos mexiquenses e hidalguenses para que el PRI no desapareciera luego de los naufragios electorales de 2000 y 2006.
La semana pasada, en una decisión que sorprendió a casi todo mundo, el presidente Peña Nieto recuperó para sí mismo el control del partido con el destape como dirigente sustituto del PRI de Enrique Ochoa Reza, exdirector general de la CFE.
La estructura tricolor se disciplinó y acogió al ungido mediante pronunciamientos de sus tres sectores: el obrero, el campesino y el popular.
Con ello se aplacaron eventuales muestras de rechazo, pero queda por ver qué tan profunda es la inconformidad que siguió a la sorpresa.
Otra lección que una y otra parte deben extraer de pasados procesos sucesorios es que debe haber colaboración y sincronía plenas del presidente, la nomenklatura partidista y el candidato presidencial para asegurar el triunfo en las urnas.
Tanto en el caso de Ernesto Zedillo y Francisco Labastida, en 2000, como en el de Felipe Calderón y Josefina Vázquez Mota, en 2012, la ausencia de ambas cosas llevó a las campañas al fracaso.
Y una regla básica es que el candidato del partido del gobierno apueste por la continuidad. Porque si juega a ser opción de cambio, hay aspirantes mejor posicionados.

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