Opinion

¿Cómo se quita el miedo?

Cecilia Ester Castañeda

2016-07-19

¿Cómo se vence el miedo que se cuela de vez en cuando por el aire, por las voces, por las calles, los pensamientos y el estado de salud de los habitantes de una ciudad reivindicándose a sí misma? ¿Cómo se sale victorioso al voltear la cara y sentir de repente la parálisis, la desconfianza que nos transforma en víctimas de todo y de todos?
Quizá ese vestigio de un monstruo omnipresente en tiempos pasados no sea precisamente temor. No, el sentido común dice que el peligro ha cedido. En sentido estricto, se trata más bien de ansiedad, de un reflejo automático ante un estímulo similar a alguna amenaza previa. En términos sicológicos conductistas constituye una respuesta “en extinción”: se irá desvaneciendo a falta de “refuerzo”… o se afianzará si le damos alas.
Por eso resulta importante poner atención a las emociones que experimentamos y la forma en la cual influyen en nuestro discernimiento y nuestros actos. Nos pueden dominar. Es más, con frecuencia nos dominan.
Huir, pelear, gritar, paralizarse, aislarse, acercarse a los demás. Competir o brindar apoyo. Ser presa de la desesperanza u optar por seguir el impulso por probarse a sí mismo. Esas son algunas de las respuestas universales ante el miedo, desarrolladas por la humanidad a través de milenios de adaptación a los peligros del medio ambiente. ¿A cuál tendemos a recurrir en lo personal?
Nuestras reacciones automáticas se reflejan a nivel comunitario y, a su vez, el manejo colectivo del miedo refuerza la percepción y el estilo individual de responder a los desafíos del día a día. Lo vemos en las calles, en las redes sociales, en las pláticas de sobremesa, en los noticieros y hasta en los pensamientos previos a dormir.
Existen tratados enteros sobre cómo combatir la ansiedad. Si nos percatamos de estar permitiendo que las sensaciones de zozobra dominen nuestra vida podemos recurrir a herramientas para recuperar la perspectiva. Especialmente, conviene procurar limitar la atención puesta a ideas tóxicas o negativas. Todos las sabemos identificar: nos dejan un mal sabor de boca, nos roban la confianza, nos cortan las alas, o las aprovechamos inconscientemente para prolongar nuestro estado de sapos cómodos.
Ir en busca del equilibrio implica vislumbrar la posibilidad de mantenernos serenos en medio de cualquier caos. Quiere decir, también, aceptar poder llevar una vida plena y feliz independientemente de los embates externos. De hecho, es necesario a fin de disponer de la claridad mental para seguir adelante aun en el entorno más benévolo.
¿Pero cómo se logra cuando hay rejas por todas partes, anuncios publicitarios explotando la inseguridad hasta el cansancio y conocidos recordándonos sin cesar las mil y un maneras en las cuales podemos ser víctimas de la delincuencia? ¿Cómo, si ya comprobamos que los abusos policiacos –o los policías muertos– no son privativos de México? Cómo, si de vez en vez vuelven a aparecer mujeres asesinadas y ronda el fantasma de una nueva guerra por la plaza juarense de la droga.
Hemos aprendido a tomar más precauciones. Con suerte, nos hemos vuelto proactivos. Conocemos el valor de la prevención. Una de las formas de efectos más inmediatos de ésta es destinar a diario tiempo a recargar las pilas mentales y emocionales con que se alimentará nuestra actitud cotidiana, la actitud con la cual respondemos a los peligros reales presentes y a la herramienta adaptiva, funcional y necesaria llamada memoria emocional. El “recargador” son las fuentes de paz interior auténtica para cada quien.
Resulta perfectamente normal que de vez en cuando surja cierta ansiedad producto de temores de ayer. Algunos retos actuales, claro, justifican la inquietud sobre el rumbo de Ciudad Juárez, de México, del mundo entero. Pero hay una diferencia entre la conciencia y el pesimismo, ese pesimismo provocado por el miedo que exagera las amenazas e impide tomar las medidas positivas a alcance nuestro. A ése debemos darle la cara sin tregua.

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