Opinion

Correr en Guachochi

Carlos Murillo M./
Abogado

2016-07-16

Correr significa pensar. Correr es una forma de hacer filosofía. Correr es vivir. Eso pienso mientras veo a lo lejos la meta después de una carrera de 10 kilómetros.
Hace casi tres años puse un punto en el mapa de Chihuahua, porque tenía que delimitar mi tema de investigación sobre los derechos humanos de los pueblos originarios. Como suelen ser las mejores decisiones, no lo pensé mucho, simplemente señalé Guachochi sin saber que esa decisión me llevaría a conocer el corazón de la Alta Sierra Tarahumara y tener un nuevo hogar.
Esta vez, la visita tenía un doble propósito, el primero es un deseo que tuve desde el primer día que llegué a Guachochi, traer a mi esposa y a mis hijos para que conozcan este bello rincón del estado grande; el segundo objetivo, era participar en la carrera de 10 kilómetros, como parte del Ultra Maratón de Guachochi, uno de los pocos eventos del país donde también hay carreras de 21, 63 y 100 kilómetros. Este año la carrera cumple 20 años, convirtiéndose en una tradición para los aficionados de este deporte.
El maratón tiene una distancia de 42 kilómetros y 150 metros, la razón es un interesante dato geográfico e histórico; resulta que los griegos corrían desde Atenas hasta la ciudad de Maratón y esa era su medida, según Haruki Murakami, en su libro “De qué hablo cuando hablo de correr”, el cuerpo humano está diseñado para correr 30 kilómetros, en ese sentido, correr un maratón es inhumano, significa romper los límites. Ahora imagínese correr 63 o 100 kilómetros, es simplemente una locura.
Los tarahumares son conocidos a nivel mundial por su resistencia en carreras largas, tan es así que son los más competitivos en los ultramaratones, y el de Guachochi no es la excepción, no por nada tarahumara significa “pies ligeros”.
Aquí en Guachochi, “el lugar de las garzas”, es una chulada, desde la entrada al pueblo, el escenario natural es un espectáculo incomparable, la postal se combina con el olor a madera fresca y tierra mojada, lo que hace de este pueblo mágico un lugar ideal para reencontrarse con el origen del mundo.
La carrera estaba programada para la tarde del viernes, desde que llegamos se siente el ambiente de una competencia; los hoteles están llenos de corredores acompañados por sus familias, en los restaurantes y comercios hay lonas impresas dando la bienvenida a los visitantes, mientras los lugareños curiosean viendo a los invasores pacíficos.
Guachochi es el centro económico y político de la Sierra Tarahumara, pero mucha gente sigue pensando que es un lugar peligroso por la presencia de cárteles del narcotráfico, sin embargo, yo lo explico con el ejemplo de Ciudad Juárez, donde la mayoría de la gente es de bien y casi todo el tiempo hay paz, aunque también hay lugares que no son tan seguros, quizá nunca lo han sido (ni lo serán). Lo mismo pasa en Guachochi.
Durante más de dos años corrí como Forrest Gump (al modo cholo), pero poco a poco dejé de hacerlo. Hace unas semanas volví al redil. En este deporte, como en la vida, nunca se empieza de cero cuando ya se ha comenzado. Desde un trote leve por un kilómetro fui subiendo la vara hasta llegar a los 8 kilómetros, casi listo para la carrera de Guachochi.
Correr es mucho más que un ejercicio físico, es también espiritual y mental. Los antiguos filósofos griegos solían hacer largas caminatas para enseñar a sus discípulos a pensar. En el campo de las técnicas de enseñanza-aprendizaje a este ejercicio le llaman “footing”, es una experiencia “outdoor”, que rompe con el paradigma del aula y la clase tradicional. Pero correr-caminar es también, en términos de la psicología contemporánea, una forma de manifestación espiritual que llaman “meditación activa”, casi lo mismo que estar en “flor de loto” haciendo yoga, pero con la música del movimiento.
En la mesa de registro estaban cientos de runners buscando su número y jersey. Por cierto que un día en el Sanborns yo traía una camiseta del Maratón de Berlín y sin mediar saludo un hombre de edad madura me preguntó “¿corriste el maratón de Berlín?”, a lo que yo contesté que no moviendo la cabeza y después de una regañada de 20 minutos el tipo me contó su rara afición por los nazis y que conocía de pe a pa Munich. Ya no hallaba cómo cortarle a su perorata en el pasillo de los chocolates cuando, sin más, me perdonó por el agravio y siguió su camino el policía de los runners.
Primero me formé en una fila, pero noté que no todos los que estaban ahí tenían shorts para correr, por lo que pregunté si estaba en la fila correcta, un buen hombre me dijo que era la fila para la carrera de 63 kms, “algún día”, me dije, y sigilosamente me cambié a la otra fila donde se veía gente más normalita, lo mismo había señoras valientes con el perfil de fanáticas de la zumba, que ancianos veteranos o personas que apenas comienzan, entonces me di cuenta de que era mi fila.
Mi número era el 156, la señorita que me atendió me dijo que por alguna extraña razón no estaba mi número, lo que a mí me pareció un asunto sin importancia, pero la organizadora insistió con un argumento bastante malo, me dijo “¿y si gana algún premio?”. Me reí y le dije “así me voy no se apure”, fuera máscaras, los premios no son lo mío.
Ya en el punto de partida, cientos de corredores se preparan para el banderazo de salida. Mi plan de la carrera está diseñado conforme a mi “tabla axiológica”; lo prioritario es terminar la carrera, lo demás es vanidad. Me siento muy pesado para intentar bajar el tiempo por kilómetro, me conformaré con llegar a la meta. Fin del plan.
El primer tramo está cuesta arriba. En las carreras casi nunca gana quien sale corriendo primero, de hecho se hacen pequeños grupos. Un buen competidor identifica a su “liebre” para seguir, este personaje es quien le pone el ritmo al grupo. Yo elijo liebres de mi nivel, regularmente es alguien que hará un tiempo de entre 85 y 90 minutos, en esta ocasión parecía que mi “liebre” sería un adulto mayor, pero apenas pasó el primer kilómetro, le metió el acelerador y ya no lo volví a ver. Suele suceder, en una carrera como ésta, que el mejor ritmo está entre los kilómetros 4 y 6; en la joroba de la curva de la velocidad. Por lo tanto los primeros kilómetros y los últimos son los más lentos.
Rumbo a la aeropista tomamos un camino de terracería para adentrarnos en el bosque de Guachochi. Después de dos subidas empinadas que “no las tiene ni Obama”, me pegó el cansancio. En esta primera parte la mente comienza a dudar, aparece –lo que llaman– “la loca de la casa” (esa voz que escuchamos en un diálogo con nosotros mismos), que empieza a repetir excelentes argumentos para abandonar a carrera. Casi me convence.
Una señora, que iba unos metros delante de mí, tiró un bote de plástico y con tono chilango dijo “ay, se me cayó” para que la escucharan, yo me regresé y levanté la basura. No cabe duda que “al que le duele, le duele”. No me podía dar el lujo de dejar aquella basura en el paraíso.
Ya acomodados, cada quien con su cada cual, mi “liebre” fueron dos gringas, con quienes me fui prácticamente toda la carrera parejo. En la estación de hidratación, nos entregaron una botella de agua. Las gringas le dieron un sorbo y les llevaron el resto a unos niños tarahumares que veían la carrera desde la reja de su casa. Evidentemente las gringas creían que estaban corriendo en Rwanda y que ellas eran cascos azules. Como muchos, desconocen la realidad. Guachochi está en pleno desarrollo, cuenta con infraestructura carretera, servicios de salud y escuelas que ya quisieran muchas regiones del país, la marginación y pobreza extrema están en las comunidades más alejadas de la Sierra Tarahumara, pero en ninguna hay falta de agua. Los niños se voltearon a ver y sonrieron, lo más seguro es que tiraron el agua y pusieron los botes vacíos como porterías.
En una esquina, un voluntario que corría en círculos para calentar me gritó “todo es cuestión de ritmo”, ¡y es cierto!, todo en esta vida es cuestión de agarrarle el ritmo, una vez que se logra estar en armonía con el tiempo y el espacio las cosas fluyen.
En el camino está la entrada para las Cabañas El Tepehuán, el consulado del cielo en la tierra. La belleza de ese lugar pone de rodillas a Ruidoso y los Alpes Suizos. ¡Y todo eso está a tres horas de Chihuahua!, me encantaría transmitir en vivo por Periscope para mostrar estos paisajes, pero la señal de Telcel en Guachochi es malísima. Hace unos meses Carlos Slim y Enrique Peña Nieto estuvieron aquí, el magnate de las telecomunicaciones prometió que mejoraría la señal y que la Fundación Slim ayudaría con asesoría jurídica a tarahumares presos para que los liberen, ninguna de las dos promesas se han cumplido. Un reportaje sobre esta visita se tituló “De frente, el más rico y el más pobre”.
Por el kilómetro 5 comenzó a granizar, eso me alegró, yo me sentía el Quirino García entrenando para una pelea. Contrario a lo que algunos piensan, que a un corredor le caiga una lluvia, nevada o granizada, le imprime una marca extraordinaria ¡es genial correr bajo el agua!, durante 40 minutos la lluvia estuvo presente, a veces más fuerte y otras veces apenas acariciando la cara.
¡Un tormentón a la mitad de la carrera en Guachochi!, ¿quién lo diría?, todas las carreras son así, uno nunca sabe si serán tranquilas o tendrán estos retos maravillosos que curten el espíritu. No hay duda, es la mejor carrera de mi vida, la más complicada y la más accidentada, y eso lo hace divertido.
“Ya llegaste, te faltan 800 metros”, me dijo un policía mientras señalaba el último tramo. La gente desde sus casas y en la calle lanzaba porras para darle ánimos a los corredores, el pueblo de Chihuahua es genial, siempre solidarios. Estoy en deuda con Guachochi, me ha dado tanto.
Correr significa pensar. Correr es una forma de hacer filosofía. Correr es vivir. Eso pienso mientras veo a lo lejos la meta después de una carrera de 10 kilómetros.

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