Opinion

Terrorismo

Víctor Orozco/
Analista político

2016-07-16

Mohamed Lahouaiej Bouhlel, el inmigrante tunecino que arrolló con un camión de carga a la multitud asistente a la celebración de la fiesta nacional francesa en Niza, exclamó: “Alá es grande”, al ser acribillado por la policía. Hasta hoy se cuentan 85 muertes y arriba de doscientos heridos. El homicida no registra entre sus antecedentes ningún vínculo con el Estado Islámico o alguna otra organización terrorista. Se trata de un individuo de 31 años de edad, divorciado, solitario, de talante depresivo, separado de sus tres hijos, de oficio repartidor y con apuros económicos. Creyente musulmán aunque no demasiado, con aficiones para nada usuales entre los de su religión, como la afición a las conquistas amorosas y al baile, empleados quizá como remedios o sustitutos, más que como auténticos goces.
El entorno de este hombre indica que el terrorismo se despliega ahora bajo nuevos caminos y laberintos, muy difíciles de detectar. Los yihadistas, en su guerra total contra los enemigos del Alá en el que ellos creen, es decir el resto del mundo, no tienen que emplear ahora recursos humanos, ni tecnológicos, económicos o de alta inteligencia para provocar estos terribles atentados contra la población civil en decenas de países. Les basta hacer llamados en las redes sociales para que incontables tipos hundidos en el pozo de las frustraciones personales, decidan cambiar su vida por la de decenas o cientos de personas presentes en una estación del metro, un bar, un salón de baile, un estadio, un hotel o una concentración cívica como la de Niza.
Se trata de nuevos y quizá inéditos vínculos entre el fanatismo religioso y político, con los odios raciales, la desesperación social provocados por múltiples factores como la discriminación o la desesperanza en sociedades miserables u opulentas. No importa. Es un terrorismo que poco o nada tiene que ver con reivindicaciones políticas o culturales. Sus autores materiales no reclaman nada, no exigen nada. Si recordamos a los terroristas “tradicionales”, aquellos personajes ligados a células políticas generalmente anarquistas, pero también nacionalistas, separatistas, comunistas, los de hoy quedan fuera de cualquier clasificación. Los terroristas del pasado combatían por una causa que los llevaba a buscar su triunfo mediante el ataque dirigido contra conspicuos representantes del enemigo. Lo más común es que fueran altos dignatarios del Estado: monarcas, presidentes, generales, funcionarios destacados. La muerte o lesiones de otras personas, para ellos eran consecuencias irremediables, imprevistas y por lo común indeseadas.
Por otra parte, debe decirse que siempre fue una táctica estéril. No tengo en la memoria ninguna acción de éstos, a veces heroicos individuos, que provocara el triunfo de sus banderas. Invariablemente trajeron consigo un fortalecimiento de los grupos partidarios del terror de Estado, es decir, del empleo de la violencia bruta, sin límites legales, por las instancias armadas oficiales y empleada indiscriminadamente en contra de las propias células terroristas, pero también contra muchas otras agrupaciones e individuos disidentes, en los partidos, sindicatos, universidades, etcétera. Cada intento de matar a un encumbrado dirigente político, exitoso o no, detonaba el pretexto para echar a caminar la máquina represiva. La vieja Rusia zarista, el imperio Austro-Húngaro, la Italia fascista, la Alemania hitleriana, la España franquista, las dictaduras militares latinoamericanas... proporcionan ejemplos a pasto de tales efectos, generados por los llamados magnicidios.
Otra diferencia estriba en los individuos. Los viejos terroristas eran individuos poseedores de una identidad inequívoca: militantes de causas sociales o políticas, con cierto grado de ilustración, poseedores de un discurso coherente, cuyos destinatarios no eran psicópatas, ignorantes o frustrados. Buscaban persuadir a los inteligentes, a los altruistas, a los caracteres dispuestos a sacrificar intereses personales o la vida misma, para beneficiar a la humanidad o a comunidades nacionales. Compárenseles con el autor de los crímenes de Orlando o éste de Niza y se advertirá la disparidad. Ninguno de ellos será registrado en los anales históricos como defensor de bandería alguna. Imposible hacer apología de terrorista alguno, así fuera de los viejos idealistas, pero el tipo actual, no despierta sino actitudes de repulsión y  profundo desprecio. Si acaso surgiera alguna idea comprensiva, sería tan sólo por el contexto social en el cual la mayoría ha nacido y vivido.
Esta relación entre el fanatismo –religioso y político– que, junto con los colosales intereses monetarios mueve a los estrategas del Estado Islámico y  los cientos de miles de personalidades angustiadas y frustradas en todo el mundo, se ha constituido en un formidable impulsor del terrorismo. Durante la etapa de la guerra fría, los aparatos de inteligencia norteamericanos y soviéticos “sembraban” agentes en el campo contrario, quienes permanecían “dormidos” durante años, hasta que bien integrados a la sociedad de destino, podían realizar complejas tareas de provocación y espionaje. En cambio a los yihadistas o a otros, les basta difundir sus llamados a la destrucción, con la seguridad de llegar a oídos sensibles. Tal parece que los actos terroristas, ni siquiera son planeados por los autores de la convocatoria al derramamiento de sangre, pues su concepción y ejecución corre a cargo de estos asesinos suicidas.
Así, el terrorismo moderno, en la era de las potencialidades infinitas alcanzadas por las comunicaciones, adquiere también posibilidades inconmensurables. Pensemos en cualquier individuo inconforme con su suerte, laborando a regañadientes, impedido por mil obstáculos para saltar el muro de las diferencias de clase, con lecturas superficiales de las guerras y de sus héroes, anidando odios y envidias a granel. El tipo es un candidato proclive al mensaje de los altos planificadores del terror, sobre todo cuando le ofrecen –esto sí, nada nuevo– un alto destino en el más allá. Así opera el mensaje de líderes como Osama Bin Laden –este Frankenstein, como el ISIS, creado por la inteligencia norteamericana– cuando invocaba: “Dios ha bendecido a un grupo de musulmanes para que destruyan América e imploramos a Alá que eleve su rango y les conceda un lugar en el cielo”. Estas prometidas moradas “de leche y miel” –ya sea en la tierra o en el cielo– por un lado y el infierno por el otro, han sido a lo largo de los siglos, el mejor de los señuelos, para auspiciar en individuos o en grandes colectividades, actos de exterminio y esquizofrenia.
Este terrorismo no les quita ni una migaja de poder a los poderosos, antes los fortalece para continuar con mayor eficacia su tarea de expoliación. Pero, sí acaba o arruina la vida de centenares de miles. También afecta la de otros tantos millones de personas en todo el mundo, quienes son presa del miedo y ven restringidas sus libertades, sobre todo la de movimiento ya sea en los países propios o en los extranjeros.

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