Federico Reyes Heroles
2016-06-23
Ciudad de México– La historia es vieja. Por lo menos va para medio siglo. Quizá podríamos situar su parto oficial en 1968, en Tlatelolco. Así lo han llamado, el “síndrome del 68”. Cada vez que el Estado mexicano tiene que recurrir al uso legítimo del monopolio de la violencia, muchos dudamos. ¿De verdad era necesario? ¿No habrá sido otro acto de represión? Esa duda corroe los actos de autoridad, aún peor, corroe al Estado mexicano. Pero lo ocurrido en Oaxaca linda con el absurdo.
Sabemos que la CNTE no es exactamente respetuosa de la ley. Dejemos los eufemismos, es una fuente de ilegalidad sistemática, es (fue) un referente de extorsión legalizada, un Estado dentro de otro Estado, un vestigio feudal con un enorme muro de prebendas cimentadas en las amenazas, un bastión de insurgencia como escuela de lucro, una república de privilegios de la cual Juárez, el verdadero republicano, se hubiera avergonzado. Una entidad profundamente conservadora, resistente a los cambios en los mínimos de obligaciones que nacen con los derechos, una tribu para la cual la igualdad entre los ciudadanos es una condición que no se aplica a ellos. Una guilda en la cual la herencia de los derechos laborales era el pan de todos los días. La CNTE es la encarnación del corporativismo caciquil que apuntaló al sistema autoritario. Es un anclaje de un pasado ya muy remoto para el mundo en el cual los sindicatos corporativistas ya no pueden jugar el papel paternal de la sociedad. Los líderes o son modernos o son la retaguardia.
Nos guste o no, todos los mexicanos dependemos de la fortaleza del Estado mexicano. No del color que nos gobierne sino de las instituciones que le permiten a esos colores acceder al poder y a nosotros tener garantía de que podemos desplazarlos. Ese Estado tiene un cimiento muy claro que nos remite a Hobbes: el uso de la violencia no se puede compartir, el Estado, para serlo, necesita luchar permanentemente, todos los días, por la conservación de su razón de ser: la seguridad de sus ciudadanos y la garantía de que sus requerimientos, familiares, económicos, de tránsito, de libertades múltiples, estarán allí a diario. Eso es lo que está a discusión después del enfrentamiento de las autoridades con la CNTE. Por supuesto que las muertes siempre serán de lamentar y nada justifica excesos o violaciones a los derechos básicos. Pero no perdamos la perspectiva.
Esto va más allá de la Reforma Educativa, que es crucial para millones de educandos mexicanos y para el futuro del país, esa expresión tan fácil de pronunciar y tan compleja de entender. El futuro de México, de la onceava nación más poblada del mundo, de la onceava potencia económica o por allí, está más allá de las nociones de derecha o izquierda, de progresista o conservador, este asunto apunta a la raíz del Estado mexicano. Si las autoridades no logran demostrar, exhibir, desnudar, sin tapujos, todas y cada una de las actividades ilegales de ese monstruo que habita todavía entre los mexicanos, que gravita en contra de un país más justo, con mejor educación como primer peldaño a esa justicia, todo regresará al territorio de la perversa confusión que mina al Estado mexicano.
El Estado mexicano y los tres órdenes de gobierno tienen, no sólo la oportunidad, sino la obligación de no permitir que la duda se apodere de un acto de Estado. Ésa es hoy la misión principal, demostrar la fortaleza del Estado que logra imponer una reforma que tiene sus orígenes en modificaciones constitucionales, en leyes secundarias y que fue avalada por la República. Si la CNTE y socios violentos tendieron una trampa, si se trataba de una celada, si está comprobado el uso de armas y agresiones a la población civil, si las corruptelas de los líderes están probadas, si de verdad los delitos imputables proceden, sería una verdadera afrenta al Estado permitir la especulación. Y si algo caracteriza al “síndrome 68”, es no decir la verdad tal cual: se trató de esto, que la sociedad juzgue, pero nosotros aplicamos la ley.
El Estado mexicano también debe ser un nosotros, estas son nuestras obligaciones de ley, no debatibles por nosotros sino por la sociedad y sus representantes. Nuestra actuación obedece a ello. La sociedad puede conocer todo y nosotros tenemos la obligación de ser transparentes –incluso en nuestras faltas. Si fallamos y ocultamos, doble falta. ¿Qué ocurrió en Oaxaca, paso a paso, escena por escena, sin miedos a decir con toda claridad lo que está detrás? Si de verdad se quiere enterrar las funestas alianzas electoreras con las corporaciones, ésta es una gran oportunidad de re-cimentar al Estado mexicano. Sólo falta que un grupúsculo corrupto y violento controle a un país de 120 millones de habitantes. Pero, también, la opacidad subleva.