Jesús Antonio Camarillo
2016-05-27
Luego de que el presidente Enrique Peña Nieto anunciara en días pasados que enviaría al Congreso de la Unión la iniciativa para incluir en el artículo 4 constitucional (cabe aclarar que dicho artículo es algo así como el cajón de sastre de párrafos con múltiples contenidos puestos históricamente en la Constitución) el derecho al matrimonio igualitario, las voces a favor y en contra no se han hecho esperar.
En otros artículos publicados en este medio he abordado la temática de los matrimonios igualitarios, tratando de privilegiar un enfoque basado en derechos fundamentales y excluyendo la posibilidad de que una específica perspectiva moral pueda decir la última palabra en tan controvertido tema.
Sin embargo, a partir de la iniciativa del presidente, trabajos recientemente publicados en diversos periódicos y revistas tanto locales como nacionales han llamado mi atención por lo común que resulta en ellos el recurso a lo que ellos denominan el origen del vocablo “matrimonio”. Lo mismo han hecho los voceros de diversas organizaciones religiosas. Por supuesto, no es el único “argumento” que articulan para denostar al matrimonio igualitario, pero es uno en el que suelen hacer énfasis.
La idea general, expresada por ellos es que el vocablo matrimonio tiene un uso originario, vinculado a su significado etimológico. Dos palabras en latín: “matris”, que significa “matriz” y “monium” como “calidad de…”. En suma, “la aportación o la calidad de la mujer que contrae nupcias para ser madre”.
A partir de ahí, lo que sigue es la descripción de una presunta línea histórica que ha seguido la “sacrosanta” institución del matrimonio. Cabe decir que dicha línea siempre es trazada, por sus ideólogos, como si fuera posible identificarla en términos unívocos y categóricos.
En ese sentido, irrumpe, en la ficción propuesta, lo que parece ser un vínculo esencial entre lenguaje y realidad. El uso originario del vocablo se vuelve una esencia. El lenguaje con el que se expresa un mero fenómeno cultural irrumpe de pronto con una carga semántica y sintáctica que no es posible variar, salvo que incurramos en la “desnaturalización” de la institución que se glorifica.
Los apologistas de la inmutabilidad se olvidan de pronto que el lenguaje es un instrumento. Quizá el más importante de los instrumentos de una sociedad, pero instrumento al fin. Como tal, el lenguaje tiene un componente estipulativo, en el sentido de que es el producto de muchos factores, pero sobre todo, es producto de la convención entre seres humanos.
Que una determinada palabra esté indisolublemente ligada a un único significado, es cuestión que hoy es muy difícil de defender. El lenguaje cambia, como cambian los tiempos. Las notas “esenciales” que caracterizan a un signo perdurarán algún tiempo, pero luego, nadie puede garantizar que lo serán por la eternidad. Vendrán nuevos contenidos, nuevas realidades, nuevas o viejas relaciones que eventualmente puedan ser arropadas con una palabra que como elemento del lenguaje sólo es un signo, que si bien se acepta que tiene una carga cultural ancestral, de ahí no se desprende que no sea movible o susceptible de transformación en su campo semántico.
Los apologistas de las esencias suelen aferrarse a presuntas notas incontrovertibles que, dicen ellos, hacen que algo sea como es. Y luego buscan razones para aferrarse a ellas. En el caso de las instituciones del derecho de familia, algunas perspectivas –cada vez menos, afortunadamente– insisten en seguir viéndolas como rocas impenetrables en su significación. De ellas, el matrimonio, es el ejemplo más típico.
Ante la endeble defensa de notas esenciales y generales del matrimonio, cabría preguntarse, desde una óptica internacional: ¿Qué queda como elemento definitorio de esa institución? Una mirada a la oleada de cambios recientes en el mundo, permitirá apreciar, por ejemplo, que su singularidad o exclusividad está ya relativizada, cuando menos en el ejemplo de la legislación uruguaya, que posibilita lo que algunos han tildado como una aproximación a la poligamia. ¿Perdura como elemento definitorio la noción de la procreación de la especie? ¿El débito sexual? No, las más recientes legislaciones muestran, al contrario, una total indiferencia hacia estos puntos, que las legislaciones y las doctrinas de la vieja guardia, llegaron a entronizar también como elementos esenciales del matrimonio.
Aunado a ello, la heterosexualidad, en cada vez más países, empieza a decir adiós a su carácter de nota “definitoria” de la institución.
Es lenguaje, señores, es lenguaje.