Opinion

De política y cosas peores

Armando Fuentes

2016-05-23

Miren a esta mujer. ¿Verdad que parece un sueño? Después les diré por qué parece un sueño. Ahora miren a este hombre. ¿Verdad que no parece un sueño? Luego les diré por qué no parece un sueño. Para que entiendan ustedes esto del hombre y la mujer, del sueño y del no sueño, debo hablar primero de los antecedentes del asunto, pues de otro modo la historia no tendrá pies ni cabeza, y ambas cosas son necesarias para que el relato cobre sentido y no parezca una de esas fantasías que el cine y la televisión han puesto tan de moda, llenas de ficciones imposibles de creer. He aquí los antecedentes. El hombre de nuestro cuento -de nuestra historia, mejor dicho, porque esto es realidad- soñaba todas las noches un sueño, el mismo siempre. En él veía a una mujer de excepcional belleza. No era la suya una belleza terrenal, sino de espíritu. Al verla en su sueño el hombre pensaba que así se han de ver las almas en el cielo. A nadie sorprenderé si digo que se enamoró de ella con la vehemencia del primer amor. Apresuraba la hora de irse a dormir para soñarla. Y siempre la hallaba ahí, en su sueño; cada día más bella, como un sueño; cada día más distante, como un sueño. Una noche sucedió algo que cambió por completo el rumbo de las cosas: ella lo miró al pasar. Fue la suya una mirada ingrávida; un leve roce de mirada apenas. Después los ojos de la amada se perdieron otra vez en el sueño que ella iba soñando. Cuando a la mañana siguiente el hombre despertó los ojos de la mujer seguían mirándolo. Lo acompañaron todo el día. Luego, en el sueño, lo volvieron a mirar, ahora con intensidad mayor. Y es que ella también se había enamorado del hombre que la veía en sus sueños. Los dos supieron entonces que se amaban. Eso los lleno de un inefable gozo: la mayor felicidad es la del amor correspondido. En el sueño ambos vivían su sueño como un sueño. Aquella dicha, sin embargo, no duró. Bien pronto se dieron cuenta de que su amor era imposible. Ella parecía un sueño porque era un sueño; él, en cambio, pertenecía al mundo de la realidad. Por eso no podían oírse el uno al otro, aunque podían verse. Por eso tampoco podían tocarse, aunque cada uno soñaba estar en los brazos del otro. Lo que ahora sigue es muy triste. Y no es extraño que lo sea: si se hiciera una encuesta se descubriría que casi todas las historias de amor son tristes. Aconteció que el amor de ella fue tan grande que la llevó a salir del sueño y convertirse en realidad. Y el amor de él fue tan intenso que lo hizo abandonar la realidad y convertirse en sueño. Falta de comunicación: los dos habrían podido consumar su amor ya en el sueño, ya en la realidad. Ahora ella está sola en este mundo nuestro, el de aquí, el de ahora. Si alguno de ustedes se la topan la reconocerá: parece una loca; vaga sin rumbo buscando al hombre amado. Y si sueñan alguna vez al hombre lo verán también solo en el mundo de los sueños, tendiendo inútilmente los brazos para asir aquel hermoso sueño que dejó de serlo y que ahora pertenece al sórdido mundo de lo real. Los sueños sueños son, dijo el poeta. Pero lo que dicen los poetas rara vez es cierto. La verdad es que los sueños son muchas veces más reales que la realidad. Sin embargo el sueño y la realidad son mundos separados. Por eso jamás podrán unirse el hombre y la mujer de mi relato. Su amor es imposible, igual que casi todos los amores. FIN. 

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