Opinion

De política y cosas peores

Armando Fuentes

2016-05-20

La mujer que llegó con el doctor Ken Hosanna presentaba un síntoma muy raro: su busto apuntaba hacia arriba. Le dijo el facultativo: "Señora: las pastillas azules que le di eran para su marido". Doña Gordoloba y su hija se hallaban metidas hasta el cuello en el agua del perol en que los caníbales las estaban cocinando. Alrededor de ellas danzaban los antropófagos, entre los cuales bailaba también alegremente el yerno de la señora. Comentó doña Gordoloba: "Ya no me cabe ninguna duda, hija: tu marido no nos quiere". Se cumplen por estos días 60 años de la celebración en Madrid del Segundo Congreso de Academias de la Lengua. En él participó con lucimiento don Alfonso Junco, el otro gran Alfonso de Monterrey, quien sufre injusto olvido por causa quizá de sus ideas conservadoras y católicas. En ese mismo caso está mi perilustre paisano saltillense Carlos Pereyra, historiador y literato de extraordinario mérito, más reconocido en Europa que en su propia tierra. Yo, jovenzuelo sin ciencia y sin consciencia ("sin Baudelaire, sin rima y sin olfato" dijo López Velarde), me atrevía a reprocharle a don Alfonso el tenaz hispanismo que esgrimía al escribir la palabra México con jota -"Méjico"-, y cuando hacía alusión a él ponía con equis su apellido: "Según don Alfonso Xunco.". Eso, me contaban, divertía mucho al escritor, que no hacía mayor caso de mis necedades. Viene eso a cuento porque los señores académicos que figuraron en aquel concilio de sabios -ahí don Ramón Menéndez Pidal; ahí Gregorio Marañón; ahí Gerardo Diego y Vicente Aleixandre; ahí Dámaso Alonso- votaron para designar a Franco y a Miguel Alemán presidentes honorarios del Congreso. Es de saberse que Alemán fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. Don Artemio de Valle Arizpe, otro egregio paisano mío -Saltillo ha dado a México más glorias que las de Linares-, me contó una vez que en la cena que siguió a la recepción de Alemán como miembro de la docta corporación éste le reprochó haber empezado su libro sobre la Güera Rodríguez con un vocablo malsonante. Se inquietó don Artemio, y trató de recordar qué palabro sería ése. Precisó el flamante académico: "Es cuando usted, querido colega, dice aquello de: 'Eran dos doncellas muy jodibles'". "Godibles, señor Presidente; godibles" -lo corrigió  con apuro el escritor. El término "godible", con ge suave, significa alegre, ameno, gozable, placentero. Lo que he narrado ilustra un hecho incuestionable: la sociedad mexicana ha madurado. A nadie se le ocurriría hoy proponer a Peña Nieto para ser admitido en la Academia. No son los tiempos ya en que Dios era omnipotente y don Porfirio Díaz presidente, según describió Leduc en sonorosos versos. El altar y el trono están muy lejos de tener el poder que antes tenían. La Iglesia no manda ahora en las conciencias -aunque sigue intentándolo-, y el presidencialismo atraviesa por una grave crisis. Yo pertenezco a la remota época en que aquel que no era católico era mal visto en sociedad, y a quien hacía oposición al PRI se le tenía por loco. La "dictadura perfecta" que dijo Vargas Llosa no era ejercida sólo por el Estado: también la Iglesia tenía parte en ella. Celebremos, señores, con gusto el hecho de ser ahora más libres tanto por fuera como por dentro, y usemos esa libertad para ser mejores ciudadanos y para hacer mejor a nuestro país. Larga monserga ha sido ésta, columnista. Narra un chascarrillo final y luego haz discreto mutis. Dos tipos se presentaron a pedir trabajo en una fábrica. El jefe de personal le preguntó a uno: "¿Cuál es tu nombre?". Respondió: "Juan Patané". Se dirigió al otro: "¿Y el tuyo?". Contestó: "Me llamo Pedro Patané". Inquirió el jefe: "¿Alguna relación?". "Sí -respondió apenado Juan-. Pero es que esa noche habíamos bebido mucho". FIN.

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