Opinion

De política y cosas peores

Armando Fuentes

2016-05-17

Dos chascarrillos ocupan hoy este espacio que debería servir para orientar a la República. Ninguno de los dos contiene elementos pornográficos, escatológicos o sicalípticos, y sin embargo ambos fueron censurados por doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías. ¿Por qué la ilustre dama no otorgó su Nihil Obstat a esos relatos? Porque los dos incluyen palabras malsonantes, vocablos plebeos indignos de estar en los ojos o los labios de personas cultas. ¿A qué viene, entonces, su uso aquí? Sucede que este amanuense piensa que no hay palabras malas: todas, por el solo hecho de existir, son buenas. Las más de ellas son creación de Su Majestad el Pueblo, artífice máximo de la lengua, que las emplea sin pedir permiso a nadie, y menos a académicos o moralistas. Eso sí: el escribidor sólo recurre a tales términos cuando son estrictamente necesarios para expresar la idea que conllevan. Emplearlos en forma indiscriminada, por mera inercia o falta de vocabulario, es quitarles fuerza expresiva, reducirlos a jerga de corrincho. La verdad es que hemos desvirtuado las palabras, tanto que ahora necesitamos repetirlas para darles su plena significación. Decimos por ejemplo: "Deme un café café", para expresar que no queremos un sucedáneo de café. Por otra parte muchos políticos usan las palabras no para decir lo que piensan, sino para ocultarlo. Hay dos cosas que los humanos poseemos y que nos distinguen del resto de los animales: la risa y la palabra. Cuando el descubrimiento de América los europeos se preguntaban si los indígenas que poblaban estas tierras tenían alma. El Papa de Roma preguntó: "¿Hablan? ¿Se ríen?". Le contestaron: "Sí". Dictaminó el pontífice: "Entonces tienen alma". Pero advierto que me estoy alargando en el exordio. Procedo entonces a narrar el primero de los supradichos cuentos. El Obispo de la diócesis anunció su visita al convento de las Madres de la Reverberación. Las sórores o hermanas se esmeraron en la preparación de la bienvenida que darían a Su Excelencia, para cuyo efecto dejaron su casa más limpia que una patena. Hizo su arribo el jerarca, y en la puerta lo recibieron las monjitas. Le preguntó la superiora: "¿Cómo llegó Su Excelencia?". "¡Muerta!" -respondió el dignatario en estricto apego a la concordancia gramatical. "Pase, señor -lo invitó la reverenda-, y tome posesión de nuestra humildísima morada". Entró el Obispo, y apenas había dado unos pasos por el corredor cuando resbaló y cayó de nalgas en el duro suelo, dicho sea con el mayor respeto para las ilustrísimas posaderas del jerarca. La abadesa se azaró al ver a Su Excelencia en tan desairada posición, impropia de su elevada investidura. "¡Perdón, señor! -exclamó confusa-. Es que como iba usted a venir enceramos el piso con cera virgen". "¡Joder! -profirió el obispo olvidando su condición episcopal-. ¡Si lo hubieran encerado con cera puta me habría matado!". El segundo cuentecillo habla de un norteamericano que fue a una mercería en la Ciudad de México y le pidió a la dependienta hablando con su marcado acento: "Yo querer un juego mexicano que llamarse 'Chingue a su madre'". La muchacha enrojeció al escuchar tamaña badomía. Fue a donde estaba el dueño del negocio y le dijo: "Ahí está un turista que busca algo que no sé qué es". Fue el hombre y le preguntó al visitante: "¿Qué necesita usted?". Repitió el americano: "Yo querer un juego mexicano que llamarse 'Chingue a su madre'". Inquirió sorprendido el de la mercería: "¿Cómo es ese juego?". Replicó el visitante. "Oh, ser un juego muy bonito. Te dan unas tablitas con dibujos, y unos frijolitos. Un señor empieza a decir: 'El catrín, el valiente, la dama, el bandolón.'. De pronto alguien dice: '¡Buena por acá!'. Y todos los demás dicen: '¡Chingue a su madre!'". FIN.

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