Opinion

El orador y el debate

Eustacio Gutiérrez C.

2016-04-29

Ahora que están en puerta los debates entre candidatos a la gubernatura y a la alcaldía, vale la pena analizar las cualidades que deben mostrar los participantes de estos encuentros.
La facilidad de palabra, que caracteriza a los buenos oradores, está ligada con el arte de escribir ya que las palabras adquieren con frecuencia su significado por el uso y la interpretación que de ellas hacen también los buenos escritores.
Por ende, el lenguaje que debe utilizarse, tanto para hablar como para escribir, debe sustentarse en la razón y el conocimiento profundo de los temas que, en su caso, sean motivo de debate; sin perjuicio de las reglas que dicta la gramática y el estilo de quien escribe o profiere las palabras con ingenio y elocuencia.
Lo anterior, no obstante que ya en el terreno del debate, el orador, con el carácter de candidato a un puesto de elección popular, y por lo mismo con justa parcialidad a los intereses políticos que representa, pretenda confundir y hacer caer en contradicción a su adversario.
El orador puede también inculcar su verdad y transformar, incluso, a través del poder de la persuasión, la forma de pensar de otras personas que, sugestionadas por un discurso brillante, pueden ver cómo las sombras se pintan de blanco, o cómo ante sus ojos se apaga la luz de las estrellas, según sea la intención de quien tiene el talento de seducir con palabras.
Pero también el lenguaje corporal juega su parte, ya que una mirada, un ademán o una lágrima que el orador deje correr por una de sus mejillas, pueden tener igual poder de persuasión en el ánimo del público que atestigua su discurso, dentro de una contienda democrática de argumentos y dentro de un proceso electoral como el que vivimos en nuestro estado.
Ello no significa, por supuesto, que el orador sea poseedor de la verdad absoluta o que logre invariablemente, con razón o sin ella, hacer realidad sus propósitos, ni aun con buena dicción y modulación de la voz.
Dentro de los imponderables que suelen presentarse en los debates, la convicción o el interés de un segmento importante de los destinatarios del discurso, está ya definido y protegido por una barrera inquebrantable, inmune a las palabras que provienen de influencias extrañas que, en el mejor de los casos, podrán endulzar sus oídos mas no su conciencia.
Sin embargo, el buen orador sólo lo es si antes ya es un hombre de bien, dispuesto a decir lo que es y no necesariamente lo que quisiera que fuera; sin necesidad de hacer uso de artificios retóricos o imaginarios, con la destreza de evidenciar la verdad y la sinceridad de sus palabras, con razonamientos aceptables y prudentes, claros y oportunos, así tuviera que improvisar y llenar los espacios vacíos de su pensamiento en situaciones no previstas en el debate pero que pudieran surgir durante su desarrollo, o ante la posibilidad de ser cuestionado por uno o más de sus interlocutores con intereses opuestos.
Tan así es, que el derecho de objeción y de crítica que tienen todos los protagonistas del debate, está inmerso en el derecho a la libertad de expresión, ponderado incluso desde tiempos lejanos por idealistas y filósofos, como Voltaire, que  afirmó: “Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero daría mi vida por defender tu derecho a decirlo”, una de las expresiones más hermosas del espíritu humano, a pesar de su contenido literalmente extravagante y romántico (pues nadie en sus cabales sería realmente  capaz de ofrendar su vida por alguien que no comparte su forma de pensar o decir lo que piensa) pero que no por eso pierde valor ecuménico y valor de eternidad, ni mucho menos cuando se exalta la libertad de expresión, uno de los derechos más relevantes de todo el contexto de los derechos humanos.

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